sábado, 21 de noviembre de 2020

Las calles nos esperan

Las calles parecen postales de recuerdo. Paseamos por ellas y se nos llenan las retinas de momentos vividos. Tengo esa sensación cuando voy a Granada y paseo por el que fuera mi barrio durante la época de estudiante, la de sentir una nostalgia constante. Una eterna resaca. Busco en las fachadas los balcones de los pisos donde convivimos, al igual que ahora cerca de mi casa busco la mesa de la terraza donde otras veces hemos comido con amigos. Las calles siempre estarán llenas de nosotros, aunque ahora nuestros pasos se han tornado algo tristes.


No deja de repetirse un recuerdo en mi cabeza. Es de hace muchos años. Emprendo la vuelta a casa por Camino de Ronda bien temprano, aún está todo cerrado. Llevo puesta la ropa de la noche anterior. Un top rojo al cuello y pantalones negros, los tacones en la mano porque los pies aún no se han recuperado. Llevo unas zapatillas de casa que me han prestado y voy dando chancletazos por las calles vacías. Granada y yo, las dos solas despertando. Ese sentir que son tuyas las calles. Hay ciudades que guardan tus secretos, que nadie más conoce. Solo tú y ella. De día o de noche las calles siempre nos están esperando. 


Voy a la frutería, paso por el banco, compro el pan y el periódico. Hay días que me digo que ir a la farmacia cuenta como salir, una ocasión de quitarme la ropa de estar por casa. A veces dar una vuelta significa sentirme perdida. En las entradas de muchos sitios aguardan colas para respetar el aforo y en la propia calle surgen conversaciones entre desconocidos, casi siempre por la mascarilla o las distancias. "Si yo no voy a pegaros nada", dice un señor con la mascarilla en la barbilla.

Sin poder viajar, nuestro respiro ahora son las rutas de senderismo. Un puñado de almendras y nueces para el camino y un sándwich para almorzar, sentados en unas rocas bajo la sombra. Ante nosotros, el paisaje se despliega como un mapa de papel.
 
 
Con el placer de estar en plena naturaleza, junto a ese silencio y la tranquilidad que se respira renovamos energías. En nuestra última ruta  llegamos a un camino asfaltado repleto de cortijos. Allí vimos a una familia, sentados en su porche con música alegre sonando. Un pequeño desvío de tierra nos hizo llegar a una pequeña casa donde no había nadie. Un sauce llorón ocupaba gran parte de la explanada de la entrada. Las puertas de madera estaban pintadas de amarillo. Me senté a observar aquella estampa. 


Con tanta belleza y luz bonita a mi alrededor, en un instante me vinieron a la mente las calles vacías, ese campo parecía entero para nosotros. Al fondo, las ruinas de un castillo serpenteaban la montaña. Volvimos a casa por las calles de siempre, aunque no lo parecieran. Son calles que están más solas, calles tristes, calles donde se pide ayuda. Antes y ahora, nos esperan las calles. Las calles siempre nos llevan a donde queremos ir.

 

viernes, 16 de octubre de 2020

Soñar con los ojos abiertos

Hace un tiempo hablé con un familiar que ya estaba en casa después de su ingreso hospitalario a causa del virus. Apenas hablé, tampoco hubiera podido con el nudo en la garganta que me provocaron sus palabras tan llenas de verdad. La conversación fue todo un discurso por su parte que ojalá hubiera oído mucha gente, y del que a la vez me sentí privilegiada por ser la única que lo escuchaba. Su voz sonaba tranquila y cálida, quería escucharlo durante horas. 

 

Me conmovió profundamente todo lo que me dijo. De dónde buscó la fuerza para seguir, cómo la situación le hizo valorar aún más la vida y todo lo que para él es importante. Me llegó al corazón la forma en que me relataba cómo se refugió en los libros, que esa actividad hubiese mitigado la fría soledad sobre la cama del hospital. A mi siempre me ha gustado leer, antes leía mucho, me decía con el convencimiento de que el tiempo que había pasado sin leer le pesaba dentro. 

 

Me recomendó El maestro del Prado, de Javier Sierra. Si te gusta el arte, te va a encantar, me aseguró. Aquella misma tarde la casualidad quiso que me topase con un stand de libros, aún con las palabras de él agarradas al pecho, y lo vi. Allí estaba. Por supuesto, lo compré. En el momento en que hablamos estaba ya en casa, confinado en su dormitorio, viendo el programa donde Sierra habla de misterios y enigmas de la historia. Es que me encanta Javier Sierra, me decía una y otra vez. 


La cultura nos salva la vida, frase que hemos escuchado una y otra vez últimamente. Un virus nos obligó a parar, y desempolvamos los libros, vimos series y películas, nos alimentábamos de las historias que nos contaban para hallar esa libertad que no podíamos disfrutar en la calle. Muchos escritores dedicaron ese tiempo a escribir obras que, ahora, reciben reconocimientos. Ellos invirtieron un tiempo de gran incertidumbre con maestría, canalizando a través de las letras la inspiración de un encierro sin precedentes. Al fin y al cabo, escritor/ra es una profesión de encierro. 

Lo más difícil a la hora de sobrellevar un mal momento es saber gestionar las emociones y buscarles utilidad. Ese ¿qué puedo hacer con esto que siento? Los expertos coinciden en lo mucho que nos ayuda escribir para sentirnos mejor.


Tuve la suerte de que el estado de alarma me sorprendiera en casa empezando el tercero de los tres libros de Laura Norton que me habían regalado, Gente que viene y bah. La película me decepcionó bastante porque no contaba cosas que me habían encantado del libro. Digo que tuve suerte porque fue un libro que, haciéndome reír, me evadió con facilidad de la realidad del comienzo de toda esta locura. 

Leí Alegría de Manuel Vilas, de cuyo título esperé más de lo que finalmente fue el libro que no me convenció. Lo compré antes del confinamiento en una librería donde grabamos un reportaje en el que el librero se quejaba de las bajas ventas. Leí también los inspiradores relatos de Lucía Berlín, Nada, la gran obra de Carmen Laforet, y retomé Vida de una escritora sobre Virginia Woolf, de Lyndall Gordon. Cada vez que leía un poco de él me acercaba al teclado deseando escribir. 

Hice pedidos de libros que posteriormente leí. Tombuctú, de Paul Auster, que te descubre qué siente un perro junto a su amo y después en esa terrible búsqueda de un hogar pensando que nadie te quiere. También compré y leí la obra biográfica Corazón que ríe, corazón que llora, de Maryse Condé, y Mi planta de naranja lima, de José Mauro de Vasconcelos, cuya historia del niño protagonista me conmovió. Todos ellos me gustaron. 


La estela de aquellas lecturas continuó en verano, con la cálida luz iluminando las letras. Esa estela cobró más importancia viendo la maravillosa película protagonizada por Mel Gibson y Sean Penn, The profesor and the Madman, (os dejo por aquí el tráiler) donde ambos se embarcan, a mediados del siglo XIX en la ardua tarea de reunir en un diccionario todas las palabras inglesas por encargo de la Universidad de Oxford. Los diálogos entre ambos son tremendamente inspiradores. Si os gustan los libros, os apasionará esta historia basada en hechos reales.

Y como si el universo se hubiera confabulado, ahora leo El infinito en un junco, de Irene Vallejo, desde hace meses quería leerlo. Trata el origen de los libros. Llevo poco, pero me está encantando. Narra cómo el empeño en crear superficies para escribir llevó a los habitantes de la antigua Mesopotamia a crear un estilo de escritura a base de hendiduras de punzón en arcilla blanda o cómo llegó la piedra de Rosetta al Museo Británico.

No dejemos de interesarnos por los libros, de aprender de ellos y de dejarnos llevar por las historias que encierran. 


"Un buen libro es un evento en mi vida"  Stendhal

miércoles, 9 de septiembre de 2020

Tras la pista de los deseos

Como siempre digo, no te quedes con las ganas de hacer algo, aunque sea absurdo, aunque solo lo entiendas tú. Lo digo por todas esas veces en que aparcamos intenciones, sentimientos, deseos e impulsos por alguna razón que ni tan siquiera sabríamos explicar. Si algo he aprendido de esas experiencias que viví al elegir hacerlas y sucumbir a mis deseos es que la soledad elegida puede regalarte tan buenas sensaciones como cuando vas acompañada. 

Regresé el viernes pasado a casa de mis padres con una gran sonrisa. Había una razón clara, y es que había parado por el camino a darme un baño en la preciosa Playa de Maro, en Nerja. Tenía pendiente aquella visita desde hacía mucho tiempo y el hecho de ir por fin tenía para mí múltiples significados.


Tu mejor amiga eres tú misma, aunque a veces le fallemos por esos descuidos de la vida. Pero de eso también se trata, de querernos, regalarnos ese instante que necesitamos o queremos porque sí y saber alimentar ese amor en nuestro interior día a día. De aprendernos, de localizar qué nos mueve por dentro y de darnos atención a nosotras mismas, aunque sea de vez en cuando. Sea solas o acompañadas.  
 

En cuanto vi el cartel de señalización y tomé la salida 295 en dirección Costa Nerja/Maro empecé a ponerme nerviosa. Había pasado de largo y fijado la vista en aquel cartel en incontables ocasiones y, ahora que por fin iba a tomar la salida necesitaba llegar cuanto antes. Ya os he hablado tantas veces de esa emoción que me embarga hasta por lo más absurdo (que en el fondo no lo es), como fue en este caso el hecho de ver el nombre impreso de mi ansiado destino en el cartel de la autovía. Un clásico del verano y de todos aquellos viajes que realizamos por puro placer: ver escrito el nombre del lugar y adentrarnos en él para conocerlo o volverlo a disfrutar.
 

Cuántos paraísos tenemos en la costa granadina. Una amiga con la que he retomado el contacto recientemente a través de las redes sociales lleva semanas compartiendo los destinos granadinos que visita, en su empeño por conocer los rincones de nuestra tierra. Se lleva a sus hijas a la Alpujarra, a pozas y ríos y encuentra senderos. Busca la naturaleza como forma de vida. 
 
“Alejandra es una bomba de emociones. Va por la vida a máxima intensidad. El día que la conozcas te va a encantar”, me contestó en una de sus fotografías publicadas, donde su hija, Alejandra, parece abrazar la brisa con los brazos extendidos, el agua del mar moja sus pies y tiene los ojos cerrados sintiendo como el momento se apodera de ella.
 
“Playa de arena gruesa rodeada de colinas arboladas donde practicar piragüismo, esnórquel y buceo” esa es la cala de Maro, según Google. Maro. Sí que la conocía bien, sí, aunque mis pies no la hubieran pisado. El último intento de ir fue el octubre pasado. Mi imaginación divina había situado al Bride Team de la despedida de soltera de mi hermana precisamente allí. El (bendito) mal tiempo no lo hizo posible. Ni barco, ni playa. Algunas veces, te alegras de que los planes no hayan salido "bien". (Podéis leer nuestra aventura en este post anterior)
 

“Te has ido tú sola. Pues muy bien. Siempre he admirado eso de ti, que no te importa ir sola”, me dijo mi madre al llegar a casa.
 
Cumplamos nuestros deseos, no esperemos a ver pasar de largo señalizaciones que nos indiquen dónde está nuestra felicidad. Yo tenía que ir hasta Maro, ella no iba a venir hasta mí. Lo asemejo a cuando busco trabajo o al momento que supone tomar una decisión. 
 
Tracemos un mapa. Que las ganas, la ilusión y la sensación que nos quedará cuando alcancemos lo que queremos que nos pase sea nuestra brújula. Esa playa puede ser lo que queramos que sea, lo que esté en nuestra mano alcanzar.

 


jueves, 3 de septiembre de 2020

Por un septiembre lleno de buenos propósitos

A lo largo de este verano no he dejado de pensar en el confinamiento de meses atrás. He vivido experiencias, nuevas o no, y las he sentido casi como si fuese la primera vez que las vivía. Ha sido un verano diferente, con aforo limitado, convivencia reducida, cambiando nuestra forma de relacionarnos, pero no puedo remediar sonreír y dar gracias por todo lo vivido ahora que septiembre nos pide que confiemos en el tiempo y en la cura para este nuevo curso.


Hemos aprendido que, escapando de la multitud, se pueden encontrar rincones seguros, preciosos y enriquecedores. Que lo que está cerca, antes no queríamos verlo, y que el mero hecho de, por fin, IR hasta allí se ha convertido en el mejor recuerdo. Hablo de planes como visitar ese pueblo del que decíamos: “está muy cerca de aquí, siempre podemos ir. Bah, otro día vamos”. Y ese momento nunca llegaba. Aprendimos la diferencia entre posponer algo y no esperar ni un segundo más en llevarlo a cabo. Que el AHORA y la improvisación se dan la mano y se pueden cumplir los pequeños sueños que ansiábamos desde hacía tiempo.

 

 

Cuántas veces, observando la bicicleta de mi infancia colgada en la pared del garaje, he recordado las interminables horas paseando con ella cuando era niña. Siempre la he querido arreglar, pero allí sigue. Ahora agradezco ese instante en que, en el pueblo de Ricardo conseguí vencer los miedos y me lancé después de tanto tiempo a aquella carretera preciosa sin importarme el viento que amenazaba la estabilidad del manillar. “Aquí tenéis las llaves del candado para que cojáis la bici cuando queréis”, nos había dicho mi cuñada días antes. Y menudas agujetas los dos días siguientes. Benditas ellas, alojadas en mis cuádriceps para recordarme lo bien que me lo había pasado yo sola en aquel instante de libertad. 

 
Cada baño en el mar, cada paseo en plena naturaleza, cada respiro al aire libre era nuevo, y estaban esperándome, así lo he creído. Muchos han sido breves, pero qué mas da la duración cuando la emoción que has sentido al experimentarlos te ha llenado por completo. Las ganas de más me llevarán en otro momento a una nueva búsqueda de lugares nuevos, de rincones especiales, de color y vida.

Hemos hecho alguna foto que duraba el mismo segundo que te permitías quitarte veloz la mascarilla en una calle desierta, hemos regresado con los nuestros, aunque fuera por un día o una hora, a veces segundos. Piensa en las personas que aún esperan que llegue ese momento.

Aunque no nos tocáramos, aunque en las conversaciones siempre se colaba el mismo tema, nunca hemos dejado de creer en que esto tendrá un final. 

Tras lo vivido este verano, no puedo evitar pensar en todo lo bueno que vendrá. Sea un truco ilusorio o no, a mi memoria acuden los recuerdos de esa bici y las puertas de colores de aquel pueblo precioso. Porque todo pasa y todo llega, septiembre ya está aquí, tímido y lleno de dudas, al mismo tiempo que parece que se precipita.

miércoles, 29 de julio de 2020

Ola de calor y rutinas veraniegas

En plena ola de calor, la manta eléctrica me acompaña junto a mi kindle y una divertida historia que hace más ameno el dolor. El cuello me está dando algún problemilla mientras sigo con las escapadas breves a la playa. Si por algo más es atípico este verano es porque no estoy trabajando, algo que llevo regular. Pocas cosas me hacen tan feliz como ir con el micrófono y mi compañer@ cámara a grabar. Aún así, tener expectativas en casa hacen que recupere la energía. Escribir, leer, estudiar... el horizonte está repleto de posibilidades.

El otro día mi amigo Pedro vino de Madrid y fuimos a tomar un café. Nos sentamos cada uno en un extremo de la mesa a distancia, como si lo hiciéramos todos los días. Una vez más la naturalidad formaba parte de nuestro encuentro, nada había cambiado, salvo por la despedida, en la que nos quedamos mirándonos con ojos de cordero degollado por no poder darnos dos besos y un buen abrazo.

Comentamos lo mucho que necesitábamos ese momento nuestro, nuestras conversaciones. Porque del teléfono ya estábamos cansados. Qué mal llevamos ese aguantarnos las ganas de tocar, pero cuánto nos hace valorar esta situación el mero hecho de poder vernos en persona, después de haber estado meses encerrados.

Hoy en día vivimos al borde de la emoción, por mínimo que sea el acontecimiento. A casi 30 grados y con la playa lejos, sueño con que llegue el momento de tomarme ese gazpacho frío, reposado porque lo hice ayer para que hoy estuviera aún más fresco y bueno. Atrás quedaron mis primeras torrijas en aquella Semana Santa confinada.

Ahora es tiempo de mojarnos y de planear una rutina que tenga un poco de todo, tiempo para descansar y tiempo para sentirnos productivos. Al menos así entiendo yo un verano ideal, con muchos momentos que nos recarguen de energía. 

Este tiempo es para zambullirse en la lectura de una historia enriquecedora con la brisa marinera acariciando nuestro pelo. La felicidad de ahora es ir en sandalias, andar por casa despeinada, llenar la nevera de helados, llevarnos una tortilla de patatas a la playa, pasear por la orilla, sentarte al borde de una piscina. Recrearnos en el ruido de hielos chocando justo antes de beber algo fresquito, desplegar las cartas sobre la mesa y la toalla en la arena. Disfrutar de un granizado de limón mientras paseamos por la ciudad. Los trocitos minnúsculos de hielo deshaciéndose en la boca.  

Nadando en el mar de los planes aplazados, besos en el aire y codazos cariñosos, la única seguridad es que seguiremos aprendiendo de la vida gracias a los pequeños placeres y recetas de felicidad. Cuantas más se nos ocurran para disfrutar del verano, mucho mejor.


viernes, 17 de julio de 2020

Un verano atípico y paraísos improvisados (o no)


En medio de esta pandemia, cada uno de nosotros va buscando día a día ese pequeño paraíso donde respirar a salvo. Dícese la terraza de casa, el bar de toda la vida o nuestra playa favorita. Las escapadas a otros lugares que nos llenen de energía positiva se cuelan necesariamente en nuestra agenda, donde le hemos guardado un hueco privilegiado lleno de significados. Viajemos o no, el más importante paraíso que debemos cuidar es el que se encuentra dentro de nosotros mismos.  


Buscamos constantemente el respiro necesario y cualquier lugar distinto, cualquier momento diferente a la rutina o ese rato que dedicamos a lo que siempre nos ha gustado hacer, nos devuelve tranquilidad a nuestra alma, pócima suprema que nos resucita por dentro.

En este verano atípico nos negamos a dejar encerrado el entusiasmo, porque somos personas de mimos y necesitamos socializar para reafirmar que no todo ha cambiado. Amamos la naturaleza, los bellos paisajes, necesitamos de vez en cuando disfrutar de ese café bañado por una buena conversación, y seguimos haciendo nuestra vida, ahora con más cuidado, salpicándola de esos instantes que nos devuelven a tierra firme. Nuestro paraíso particular es también esa actividad en la que recrearnos, algo que nos encante y nos motive.


Después de pasar unos días fuera de casa he llegado a la conclusión de que somos capaces de cuidarnos y dejarnos cuidar. Tenemos en nuestro poder la oportunidad de comernos el mundo en pequeños bocados, nunca nos abandonó ni lo hará. Solo con despertarnos cada día nos sentimos afortunados y comprendemos, sobre todo ahora, que lo breve es doblemente bueno. Vivamos, escapémonos, trabajemos nuestra mejor versión y esforcémonos en ser aquello que queremos ser. 


Es nuestro momento, resurjamos en cada nueva emoción y utilicemos los sentimientos que nos provocan cada vivencia de la mejor manera que se nos ocurra. Aunque el monstruo nos obligue, como seres responsables, a enmascarar nuestra sonrisa, no dejemos que ésta desaparezca. Sonriamos por dentro y sigamos haciéndolo por fuera, cada día hay mil motivos para hacerlo. Quien la quiera ver la verá, pero lo más importante es que la sientas tú.