lunes, 20 de mayo de 2019

La vida estaba a diez escalones de la felicidad


Cuando era niña descubrí una gruesa veta gris en el mármol blanco de uno de los escalones, entre la cuarta y quinta planta. Llegó un momento en que subía a pie solo para llegar a ese pequeño museo natural. La obra de arte, en la escalera de mi vida, estaba justo antes del último descansillo, a diez escalones de la felicidad.



Había días en que me divertía pisar sólo la parte superior o inferior de aquella marca, como hacía en la calle con los colores de las baldosas. Como si aquel escalón tuviera dos polos, dos hemisferios, un lado caliente y otro frío. Uno más feliz y otro más triste. El peldaño tomaba la temperatura a mi día antes de llegar a casa y era un amigo al que contarle los problemas sin necesidad de hablar.

 


El resto de escalones me parecían iguales, blancos y monótonos, salvo ése, lleno de posibilidades. Los que vivían más abajo no sabían de su existencia y no le confesé a nadie dónde estaba. Ése era mi lugar en el mundo. A veces subía sin más y no me recreaba en aquella parada, e incluso reconozco que muchas veces me dejaba engatusar por el ascensor para ser más rápida y llegar antes, y luego lamentaba haberla abandonado. 



Mi escalón me llamaba desde el portal. “Sube, rescátame”, parecía decirme. Mi interés en aquella raya gris, que para los demás pasaba desapercibida, era recíproco. Cuando nos encontrábamos, dejábamos de ser invisibles y a la vez compartíamos el placer de tener aquel lugar secreto. La escalera terminó siendo el sitio de mi recreo. El ascenso, el esfuerzo, el sudor de aquellos días de verano eran puro trámite para encontrar felicidad. 

 Foto de Rocío Romero Imagen Subliminal


Hasta ahora he subido y bajado muchas escaleras. Había una de caracol que me llevaba a una buhardilla de juegos. Subí unas estrechas de piedra para alcanzar el techo de catedrales o vi en una fotografía alguna de una casa ajena que conducía al cielo. Hay otra de mi infancia que empezaba en un patio lleno de plantas y que subía hasta una gran terraza. Allí correteaba, subía y bajaba, me volvía loca con tantos caminos.


La vida es una escalera repleta de descansillos con ansias de libertad. Lo aprendí en aquel escalón cuya rareza quise tanto como a mis muñecas



“Son tan breves tus sonrisas, tanto tiempo que he esperado”, dice la canción de Alejandro Sanz. Lo espectacular de los momentos reside en su fugacidad. En esa escalera aprendí lo que era el vértigo, al mirar hacia abajo y ver el profundo zigzag de la barandilla, y lo importante que es amar lo diferente e ir más allá de la superficie. 

Algo importante se quedó en aquel peldaño que me recuerda quién fui. Querida veta gris, “se me olvidó que me juré olvidarte para siempre”. Se me olvidó que subí para encontrarte.
  
             "El pasado eran unas escaleras que yo volvía a subir"
Erri De Luca




viernes, 10 de mayo de 2019

Un día perfecto



No tengo muchos días perfectos, o quizá viví algunos sin alcanzar a entender que lo eran. Quizá todos los de mi vida lo hayan sido a su manera. A veces los reconozco entre los recuerdos. “Sí, aquel día fue perfecto”, me digo. “Qué fantástico aquel día que…”, comento con una amiga. El día perfecto se escribe a base de señales inequívocas de felicidad. Y, como un disparo, el momento te llega al corazón. Está localizable, parece que no ha pasado tanto tiempo, aunque haya sido hace diez años. Algo dentro parece resucitar.


Con este buen tiempo llevaba mucho queriendo ir a la playa. Así que ayer me decidí y el viento de la carretera durante el viaje desapareció en aquella coqueta playa resguardada por los espigones. No llevaba sombrilla y nadie me hacía sombra, solo se escuchaba el ruido del mar. Andando con aquel paisaje ante mí sentí que llegaba a mi particular tierra prometida.


Planté la toalla junto a las rocas y me recibió una mariquita que peleaba todo el rato consigo misma en el aire, dejando ver sus alas y dando saltitos muy cerca de mí. Se posaba sin parar en mis piernas y, atropelladamente sobre la toalla amarilla, supongo que atraída por el color. La danza del insecto, en principio graciosa, acabó siendo una pesadilla cuando intentaba tumbarme y relajarme. Revoltosa, tampoco se dejaba fotografiar. 

Hui a la orilla para cumplir con la principal misión de aquella escapada, darme el primer baño del año. No fue fácil, el agua estaba congelada. Una chica colocó su toalla a unos metros de mi y se arrepintió del baño nada más llegar a la orilla y comprobar la temperatura. Mientras nuestras piernas respondían al tacto polar nos miramos y comentamos la jugada. Ella volvió tras sus pasos, yo me zambullí sin pensarlo. Era mucho deseo acumulado, de mojarme y ahogar el agobio de otros días “no perfectos”. 


Mojada y con el sol apaciguando la piel de gallina volví a la toalla con la sensación inevitable y bucólica que provoca observar la fusión de los azules del mar y el cielo mientras nadas. Recostada, continué sumergida en mi momento zen, mirando nubes y buscando formas en ellas, saboreando la sal en los labios, sintiéndola hasta en mis lunares. El cambio de armario ya estaba hecho hacía unos días y solo faltaba aquel momento para terminar de cercar al falso verano que este mayo está imponiendo en el calendario.

Sí. Fue un día perfecto. 

Por la mañana había hecho deporte, a mi manera, corriendo un poco y andando otro tanto. Luego había parado en el supermercado de enfrente a por pan recién hecho para las tostadas. Y allí había encontrado ese stand maravilloso de cremas solares, y que tanto se echa de menos. Me decidí por una protección muy alta para salvar mi piel ante la pirotecnia del primer día de playa.

Con mi bolsa del super en la mano, regresé deprisa a casa. Por el camino remangué la camiseta hasta los hombros y al llegar a casa devoré la tostada, metí el espray del 50 en el bolsito de las cremas que llevaba muchos meses deseando rescatar, eché una manzana al bolso y agarré todas las ganas en el volante del coche.


Y en ese estado de bienestar se mantuvo mi cuerpo todo el día. El deporte, el baño fresquito, el paseo de arena, el ratito en aquella roca mojando mis piernas bajo el sol y luego aquella ducha recuperando los poros que aún seguían en la orilla conjuraron muchos instantes de felicidad en un sólo día. Es necesario darle una vuelta de tuerca a la vida de vez en cuando

“Cualquiera diría que un día dedicado a la lectura es un buen día, pero ¿quién diría que una vida dedicada a la lectura es una buena vida?”
Annie Dillard