viernes, 15 de junio de 2018

La insumergible Molly Brown no tenía móvil


Es un hecho que el móvil se ha convertido en nuestro despertador, el que te cuenta las horas que vas a dormir creándote una pesadilla antes incluso de cerrar los ojos. Y sin embargo, lo amamos y lo veneramos, con lo poco que nos han gustado siempre los chivatos. No sé vosotros, pero a mí me cuesta escoger una alarma que me convenza y, sin embargo, pasa lo mismo que con el éxito del verano, comienzas odiándolo y acabas tarareándolo


En 2011, para televisión, hice una encuesta a pie de calle. Una señora reconocía sentir ansiedad al ver últimos modelos de móvil en el escaparate de The Phone House, otro joven me decía que su madre le obligaba a llevarlo encima para tenerlo localizable siempre (esto ya es un clásico) y un señor me pedía que esperara porque en ese momento estaba atendiendo una llamada de trabajo. Esto último le dio empaque al reportaje, la verdad. 



El trabajo nos hace estar pegados al móvil, gestionando temas a través de los auriculares. Y ahora, con la constante subida de contenidos a las redes sociales, apuesto a que han subido las ventas de baterías nuevas para el móvil (siempre se agota en el momento más inoportuno, oye) y bajado las de los despertadores de toda la vida. Esta navidad fui a comprarle uno a mis padres y ahora son súper modernos, mi madre encantada de ver los números tan grandes, pero hemos tenido que plantearnos un cursillo para saber usarlo.


Que alguien te diga que olvidarse el móvil en casa no es una tragedia es de agradecer, me lo aseguraron en un momento de aquella misma encuesta. Han pasado algunos años pero mantengo la esperanza de que todos logremos encontrar esa misma cordura a pesar de tener que usar sin remedio la “inteligencia móvil” en nuestra vida cotidiana, esa para la que ya nos ofrecen seguros a todo riesgo cuando vamos a comprarlos, como si fuera un coche o una casa. 

Un niño de seis años me decía el otro día “papá está siempre con el móvil, siempre, en todas partes”. Levantaba sus manitas mientras se lamentaba y a mí me recordó a ese icono del WhatsApp donde una chica se lleva las manos a la cabeza o cruza los brazos en señal de defensa. Madre mía, estamos iconizados. Y yo automáticamente me preguntaba, “¿Eso será lo que recordará cuando sea mayor? ¿Que su padre le hacía más caso al móvil que a él?”. 


Cuidado este verano, porque un melillero por poco deja sin móvil a mi amiga en plena playa mientras tomaba el sol. Las olas se tragaron la música que estaba escuchando y el moreno que comenzaba a florecer en su piel. Su sentido del ridículo sobrevivió gracias a que estaba sola en aquellos momentos, pero por poco pierde la rodilla intentando salvar lo insalvable. 

Mucha tecnología y avances, aplicaciones, comunicaciones a distancia y satélites pero al final algo tan básico como el arroz vuelve a decirnos que nos bajemos del burro, que pisemos tierra y dejemos de flipar con la alta tecnología. 


Leo en internet, "10 platos rápidos con arroz para salir del paso". Y yo me imagino un móvil encima del plato, como guarnición a una comida entre amigos, como complemento nutricional antes del primer bocado, mezclado con la salsa de las albóndigas o como maridaje entre lo que pinchamos con el tenedor y la distancia a nuestra boca. Porque comemos con el móvil en la mano o lo sacamos a la menor ocasión, el aparato es también la excusa para enviciar lo puro sin ser concientes. 


Por mucho que lo intente nunca podría imaginarme a la mítica Molly Brown a bordo del Titanic preocupándose porque se le cayese por la borda el smartphone o a Rose pidiéndole a Jack que le echara un selfie antes de vivir aquel momento subidos a la barandilla. A ver, que nadie discute que habrían tenido miles de "me gusta" teniendo en cuenta la gran expectación por el estreno del gran transatlántico, pero creo que se hubieran perdido más de un atardecer mirando una pantalla. 

El agua, puede hundir en cualquier momento nuestro salvavidas contra el aburrimiento, como le pasó a mi amiga con aquellas olas espontáneas, pero no olvidemos que no hay nada que pueda igualar la sensación de libertad, sin artificios, frente a un horizonte insumergible.