domingo, 20 de mayo de 2018

La química de vivir es la que no deja tiempo para el odio


Una frase me ha conquistado y seguramente pensaré a menudo en ella ahora que la conozco: “La función química del humor es cambiar el carácter de nuestros pensamientos”, lo dijo Lin Yutang. ¿Quién es? Yo también me lo he preguntado. Falleció hace 42 años y escribió un libro que se llama La importancia de vivir, un manual para conocernos a nosotros mismos.

Alguna vez, en la biblioteca, al escoger el libro que quiero leer y darme cuenta de que el último sello que tiene es de hace años me provoca felicidad saber que lo estoy sacando del olvido. Lo comparto en redes sociales o lo nombro en conversaciones, hay química en la fijación que sentimos por las cosas que nos gustan, igual que cuando nos enamoramos. Siento que me está pasando lo mismo ahora con Lin Yutang, descubriendo ese par de líneas que, de ponerlas en práctica, haría cambiar mucho nuestra vida. Cómo tomarnos bien una crítica, cómo ver como una ventaja una equivocación. Cómo afrontar lo que nos pasa con positividad.



Tenía doce o trece años cuando fuimos al cine de verano a celebrar el cumple de uno de la pandilla (éramos como los de verano azul pero sin bicicleta). Nos habían regalado una de esas bolsas en forma de cono rellenas de chuches. Dejé la mía en la silla de al lado mientras veía la película y, en un momento, los destellos de la secuencia iluminaron el sitio donde las había dejado. 

Estaba vacío. 
 
Me quedé mirando aquella silla de plástico un instante que me pareció eterno, creo que llegué a memorizarla. El blanco iba cambiando de color según la pantalla y mi cara, a juego con ella, pasaba del “tierra, trágame” al “me levanto y lio el pollo” en cuestión de milésimas de segundo. 

Se oían las risas a mi espalda, como en esas películas donde el eco juega un papel crucial en una escena. Opté por no darme por enterada y dejar que hicieran ese ruido constante con la bolsa, recreándose en ese espejismo de diversión que nunca entendí.



Desde entonces, cuando voy al cine no puedo evitar recordar la anécdota. De hecho, si dejo la chaqueta en el asiento de al lado miro a menudo para comprobar que sigue ahí. No se lo digo a nadie, solo me dedico a girar la cabeza de vez en cuando, con banda sonora y todo. Creo que para que ahora me pasara lo mismo aquellos chicos tendrían que ser Matt Bomer en Ladrón de guante blanco. Que si lo piensas, tampoco estaría mal recrearse la vista.

A Ricardo le hace gracia que le pida que vigile mi bolso cuando estamos en un bar y tengo que irme al baño. Se ríe porque le recuerda a nuestra primera cita. Mientras me levanto y se lo digo espero a tener contacto visual fiable confirmando que me ha entendido, como si fuésemos pareja también en una partida de rentoy y el segundo en que nos miramos fuese clave para ganar. Chicos, no intentéis entenderlo, es nuestro bolso, llevamos nuestra vida ahí dentro. Y sí, a veces necesitamos una silla extra para ponerlo, si no que se lo digan a la diseñadora Silvia Navarro que levantó una marca de éxito con esa frase.

A pesar de que sé que estoy dejando mis preciadas pertenencias a buen recaudo, siempre me marcho con un pellizco de duda y solo consigo que se disipe con el recuerdo divertido de la complicidad. Menos mal que la cola del baño te hace aterrizar de tus miedos y te da otras cosas en qué pensar: ¿Qué estarán haciendo ahí dentro para tardar tanto? Luego ves salir a tres chicas del habitáculo y todo cobra sentido. 


Con tanta química merodeando, la del amor, la del odio (me viene a la mente La química del odio, próximo libro de Carme Chaparro) y resulta que también la del humor, estamos constantemente inmersos en un proceso de reacción. "Sé bien qué es vivir, no hay tiempo para odiar a nadie", dice la canción de Estopa y Rozalén. 

En el instituto nos enseñaron que la química está en todas partes y no nos lo tomamos en serio en aquel momento. Dejemos de cocinar sin la receta del sentido del humor.

No hay tiempo para odiar así que cambia el carácter de tus pensamientos. Espero que al escritor y a los músicos no les importe que fusione sus mensajes, que extraiga el alma de lo que soñaron mientras creaban, por mi parte, me habéis hecho darme cuenta que la química de vivir es la que no deja tiempo para el odio.


martes, 1 de mayo de 2018

Tranquila, es el tiempo, tú no estás loca


Os escribo sin estar aquí. Me he marchado lejos. Estoy en la playa, con los pies en la arena, llamando a las pequeñas olas como quien llama a su perro para que se acerque. Me agacho para subirme el dobladillo del pantalón para no mojarme.
(...continuará)
  

Llevo todo el invierno observando esa moda de los chicos, de llevar pantalones pitillo con los tobillos al aire. Y en las chicas. Luego se colocaban una gran bufanda porque, claro, hacía frío. Lo recuerdo ahora cuando pienso en las ganas de desnudar los míos, dejando esa sonrisa prieta y elegante al aire. Hay que reconocerlo, los tobillos están que se salen.


Será que mis sentidos se han disparado con los primeros rayos de sol. Somos como niños, “y no me importa nada, tu juegas a engañarme y yo juego a que te creo”, que canta Luz Casal. Yo se lo canto al tiempo que anda loco –Juegas a engañarme-. Remango la camisa. De nuevo estoy en casa y viajo a una percha muy concreta: me obsesiona el día en que pueda estrenar ese mono -tan mono- que compré en las rebajas de enero (soy de las que no tardo en estrenar algo) y cuya largura de piernas (no llega al tobillo) supone un reto de estilismo para mí. Arriesgaré, ¿no es acaso eso también parte de la moda? 


Entonces, ¿saco ya las sandalias? No sé si atreverme. Tampoco a lavar el coche. El último chaparrón, con tanto barro, lo camufló en el aparcamiento, cuando voy a cogerlo ni yo misma lo encuentro. En el periódico, un redactor titula: “No laves el coche, volverá a llover”. No necesito leer el resto de la noticia para saber que este hombre habla en serio, así que me aprendo de memoria el aparcamiento donde lo dejo y tengo mucho cuidado al subirme para no pegarme mucho y mancharme de barro. -Cachis, la camisa de hoy es blanca-.


Abril se despidió dejando su meteoro por unos segundos iluminando el cielo. Lluvias tímidas, vientos huracanados en el mar, y un sol y sombra que se enrarece muchas veces al cabo del día. Las alertas amarillas están de moda también, su activación es todo un misterio según el día. Ni sabemos cómo vestirnos, ni queremos creernos el michelin que el invierno había ocultado bajo el abrigo. Ahora vienen las lamentaciones -¿Eso qué hace ahí?



El blanco de la piel me dice que estoy loca si pienso sacarlo a relucir así que me guardo el tema quizá para otro día, no quiero discutir. Aunque las revistas promocionen el maquillaje para piernas, no me llama la idea. Empezaré poco a poco, con el simple placer de quitarme los calcetines para dormir. Luego miro mis pies y reconozco que muy bonitos no están con esa palidez que molesta en los ojos -Llevo todo el invierno creyéndome que no estaban tan mal-. El tiempo nos cambia la percepción de lo que vemos, esto ya es el colmo.


Después de comer me he tomado un café en una terraza, en manga corta, antes de volver al trabajo y, ahora que llevo diez minutos dentro currando, un compañero me dice que está empezando a llover. ¿Debo bajarme el dobladillo del pantalón? -No, me vendrá bien para los charcos-. Estoy perdiendo la cabeza con estos diálogos absurdos, y encima se ha levantado viento. En este tipo de situaciones creo que se estila decir: Me bajo de la vida. Cada vez que oigo esa frase me imagino a la gente apeándose a toda prisa de un tren en marcha, improvisando destinos. Qué manía de huir cuando las cosas se ponen un poco feas.



Por las mañanas siempre (todos los días del año) me despierto con uno de los tobillos al aire, el pantalón se sube solo del lado de una de mis piernas. Me imagino que es una balanza, y no me molesta: Siento mucho respeto por mi lado rebelde -¿Qué sería de mí sin él?-. A Ricardo hoy le ha pasado lo mismo y me lo enseña para hacerme reír.



Abro Facebook y una amiga ha compartido un dibujo de una muñeca en braguitas, con las chanclas y la bufanda y con el flotador en la mano, diciendo: “A ver si nos aclaramos”. Comparto.


Me rindo y vuelvo a la realidad. No hay reglas. Nada tiene sentido, no sé qué llevar en el bolso por si acaso y desconozco cuándo podré devolverle a mi coche su color original. 
Hace tres días que este hombre me dijo que no lavara el coche y sigue sin llover. -La noticia tuvo gracia en su momento-.

(...)
¿Dónde estaba? Ah, sí. Estoy en la playa, con los pies en la arena, llamando a las pequeñas olas. Me agacho para subirme el dobladillo del pantalón para no mojarme. 

Pero, al mirar al suelo me doy cuenta que en realidad no hay agua, es el suelo de la oficina donde trabajo. Oigo el tren, ¿me bajo aquí mismo? La ilusión azul estaba en plena efervescencia, aplaudía y se expandía por todo el cuerpo -¿qué ha pasado?- el duro revés ha hecho que el instante se esfume de un plumazo. Me deja, de repente, huérfana de verano en plena primavera
Mantengo las muñecas en el gesto instintivo de subirme el pantalón, y lo hago. Y recojo la ilusión en la tela para que no se marche. 




Me levanto de la silla y siento como si me acabaran de dar un masaje en los pies, ando feliz. Una descarga placentera me recorre de abajo arriba, he guardado la arena mojada que, en vez de pesar y molestarme me hace flotar, el frescor del agua se ha metido dentro del zapato y creo que me acaban de dar un beso en la orilla, que mi perfume huele a sal. He arropado mis pies con la espuma, como cuando doblamos las sábanas, ya metidos entre ellas, como si fuera un sobre, abandonándonos al cansancio. 


Me abandono.

La brisa del mar me espera

No necesito bajarme de la vida, puedo soñar despierta