viernes, 29 de marzo de 2013

Entre boladillos y torrijas

Semana Santa es tiempo de procesiones y vacaciones, pero sobre todo, al igual que Navidad, es una época de comilonas dulces y golosas. Torrijas, roscos, pestiños, puchero de garbanzos y bacalao acompañan estos días, sobre todo, hoy, viernes santo, a reuniones familiares y de amigos. En enero toca dieta por los mantecados y el turrón, y en abril otro tanto de lo mismo.

Hoy ha sido un viernes santo muy especial en casa. Mi sobrino, Mario, que pronto cumplirá un añito, ha estado hoy con nosotros y hemos podido echar una siesta los dos juntos y muy agustito. Me encanta que se duerma conmigo porque la verdad es que se me cae la baba, como a cualquier tita.

Y mi perrito Coco, asustadizo aún por sus cuatro meses de vida, ha visto hoy por primera vez el mar.
 

En Semana Santa cuesta más encontrar aparcamiento, el paseo de la playa se llena de visitantes, los bares continúan, más si cabe, sin dar abasto, y las madres y abuelas se afanan en la cocina para el deleite de sus comensales. Mi madre ha llenado la cocina de arroz con leche, flan con galletas (a petición mía), torrijas y este medio día hemos disfrutado de potaje de garbanzos, boladillos con gambas y bacalao con tomate, unos platos que me vuelven loca.

 


Mañana vuelta a la realidad, toca ir a trabajar para luego volver a descansar el domingo. Eso sí, con buen sabor de boca y sabiendo que quedan días por delante para seguir degustando todas estas cosas ricas que nos gusta comer en esta época. 

¡¡Espero que estéis pasando unas buenas vacaciones!!

Un saludo a todos.


jueves, 21 de marzo de 2013

A todas esas mujeres heroínas

De lunes a sábado recorro, a veces hasta en cuatro ocasiones diarias, los casi tres kilómetros que separan Motril del almacén donde trabajo desde hace cuatro meses. En ese recorrido dejo atrás campos en los que veo a gente deslomándose recogiendo el fruto y paso de largo una nave de plásticos donde un día fui a grabar un reportaje para la tele, y que me recuerda tiempos mejores. Aparco y pongo rumbo al tajo. Llego a quince minutos de la hora de entrada, me pongo el uniforme y bajo las escaleras, suena la sirena, comienza la jornada.


Si son las seis de la mañana, todo es silencio. Aún es de noche, aún no se han puesto en marcha las máquinas, y los cherrys y los aguacates descansan todavía en la alhóndiga. Si agarramos a media mañana o por la tarde, al entrar por la puerta ya oímos el ruido de las llenadoras en marcha. Sea como sea, la sirena te indica que ya debes empezar a moverte. 
 
Siempre recordaré el primer día. -¡Que no te vean parada!, anda ayúdame a llevar esta caja- Me dijo una compañera. No recuerdo su nombre. Es una de tantas mujeres que trabajan allí dejándose la piel, literalmente hablando, para llevar el pan a su casa y nunca la olvidaré por ese consejo que se me quedó grabado a fuego y que, quizás me salvó de alguna reprimenda de los jefes. 


Las mujeres de ese almacén son fuertes, con carácter, sacrificadas, luchadoras y trabajadoras hasta decir basta. Son ellas las protagonistas de esta entrada en mi blog, porque cada día veo su cansancio y su esfuerzo. Sería injusto no hablaros de ellas, porque no hay día en que no piense lo valientes que son por aguantar tantas horas de pie, tanto esfuerzo físico y tanta presión. Como ocurre en muchos lugares, son trabajadoras que reciben poco reconocimiento al final del día.


Yo subiría a un altar a todas esas mujeres, la mayoría con hijos, que cada día soportan las condiciones de un trabajo en el que nunca sabes a qué hora vas a salir y cuya hora de entrada al día siguiente está escrita en un ordenador situado a la salida. Hasta un máximo de 9 horas de jornada laboral ponen el broche de oro a un trabajo en que solo importa que el pedido esté listo a tiempo y que el camión lleve la carga al sitio indicado, a la hora prevista. Casi todos los días me pregunto cómo pueden soportar semejante horario. Yo no tengo hipoteca que pagar, ni hijos que mantener o llevar al colegio, ni siquiera marido que me espere en casa...ellas sí que tienen todo eso y deben organizarse para llevar todo para adelante. Lo más sorprendente es que lo consiguen, y hasta, a muchas de ellas, aún les quedan fuerzas para dar lo mejor de sí mismas en un trabajo con el que no soñaban, pero al que han sabido o no les ha quedado más remedio, que adaptarse durante años.


Como podéis imaginar, allí dentro hay historias para todos los gustos. Hay chicas jóvenes, incluso algunas en su día universitarias, que aceptaron el trabajo de manera temporal, pero que no han encontrado otro mejor y ya llevan años allí trabajando. Una de ellas me comentaba hace poco que, en sus ratos libres, está estudiando económicas en la UNED. También están las veteranas, que ya cuentan batallitas de los nietos y que te miran con dulzura porque eres nueva y parecen reflejarse en ti cuando empezaron en esto.


Cuando llego a casa cansada, con dolor de espalda, con las manos que parecen de papel, cuando siento las muñecas o los pies doloridos o las piernas cansadas, no me queda otra que rendirme ante todas esas mujeres que después de todo eso cogen a sus hijos de la mano para llevarlos de paseo y además cuidan de una casa y de una familia. Ellas son las heroínas de un cuento tan real como la vida misma.