martes, 28 de agosto de 2018

Lo que Salobreña ha unido (...) II


Asomada al balcón de nuestro piso en salobreña, me parece aún ver la gran lona de rayas azul y blanca después de tantos años. Los recuerdos se dan la mano con la imaginación y hacen maravillas.
Cada domingo mi padre se levantaba muy temprano para ponerla en pie. Mis tíos llegaban poco después para ayudar a preparar todas las cosas de la gran barbacoa familiar. Mi tía y mi madre aliñando la carne para los pinchitos en la cocina y los hermanos despertando poco a poco gracias al olor del batido de chocolate hecho por mamá.



A veces yo conseguía amanecer lo suficiente temprano para ver cómo alzaban la lona, que después sujetaban por los extremos con gruesas rocas amarradas a una cuerda y enterradas en la arena. Cuántas veces, con los ojos aún borrosos, cogí los prismáticos para verles. Antes de que el sol apretara, con la playa aún desierta.



La sandía enterrada en la orilla, los famosos pinchitos en el fuego y todos los hermanos y primos bajo la sombra de aquella lona mítica. Confieso que ansiaba que terminase la semana para vivir aquello una y otra vez. Que lamentaba trasnochar, cuando empecé a salir los sábados hasta tarde, porque cuando despertaba ya estaban en la playa y me había perdido los preparativos previos.
 


“Voy a compartir el último post con mis amigos de Caniles, así sabrán lo que siento cuando les hablo de mi amada Salobreña”, comenta mi amiga María del Mar.
Nadie lo entiende del todo como nosotros. Vivimos en una dimensión creada de nuestros recuerdos y la urbanización donde hemos pasado tantos veranos es nuestra casa, aunque cada verano cambien los vecinos debido a los alquileres y a las ventas que vienen y van.

Siendo como era el anterior post, de memorias íntimas y sensaciones personales, me alegra saber que esos mismos amigos se sienten identificados. Que el recuerdo es unánime. Y no quiero dejar atrás a nadie, a los que por distintas razones crearon su propia "pandilla" pero con los que siempre nos paramos a charlar, a los que llevo años sin ver, a los que no pueden volver cada verano por cuestiones de la vida o a amigos de mi hermana que también lo han leído y se han emocionado. Para mí, todos son Salobreña.


Porque mis amigos me recuerdan pequeños detalles que hacen que nunca pueda hacerle sombra ningún lugar del mundo. Porque te puedes tomar un sándwich de nata paseando por cualquier otro paseo marítimo pero ninguno nos sabrá mejor que en este rincón del sur. De aquellas cenas en la Pizzería Kimbo del Salomar, donde cada porción era un bocado de risas. Recordamos con ternura cuando no podíamos comernos toda la pizza e Inma siempre se ofrecía a ayudarnos a terminarla convirtiendo esos momentos en anécdotas divertidas que siempre comentamos.



Las horas en la piscina parecían no acabar nunca. Nos olvidábamos hasta de bañarnos porque la indemne sombra de nuestro querido árbol bajo el que siempre nos colocábamos con nuestras toallas, era para nosotros como el famoso sillón de Central Perk de la serie Friends. Pero sin cámaras. No las necesitábamos para grabar cada instante importante hasta hacerlo inmortal. 



Recuerdo las noches de policías y ladrones corriendo por los patios cuando éramos niños y esas tardes de playa hasta el atardecer, en plena adolescencia, cuando cogíamos las tumbonas frente al mítico Chiringuito Peroba. El billar en el chiringuito El Límite o las veladas nocturnas en el Sunem. El mercadillo de los viernes, primero en el paseo marítimo y luego a las afueras de Salobreña. Quizá todo aquello se volviera eterno al enredarse en las olas del mar. 



“Creo que los momentos más bonitos de mi vida los pasé en esa urbanización con todos vosotros. Todavía recuerdo cosas y me río sola. Gracias “salobreñeros” por esos grandes momentos que me habéis hecho vivir”, nos dice Macarena en el grupo que tenemos de What Apps. 
Mastico sus palabras, hago mía su nostalgia, su emoción. Podemos hablar a un solo click en la pantalla del móvil, que cabe en nuestros bolsillos y me parece mágico pensarlo al ojear aquel librito donde guardaba todas las direcciones para escribir aquellas cartas que nos enviábamos de pequeños durante el año, contándonos nuestra vida.




Es una noche de verano en Salobreña. Es miércoles, 8 de agosto de 2018. Hemos quedado para cenar en la playa. Mari Carmen ha preparado una tarta tres chocolates y le digo que lleva la noche atrapada en su camiseta de estrellas. No sé, me ha salido así. Estoy feliz y me encantan las estrellas. Y estoy con mis amigos, radiantes en ropa de playa, el único atuendo que verdaderamente nos define. Llevamos la alegría en nuestros ojos al mirarnos. Y en ellos les veo aún como si fuéramos niños otra vez y siguiéramos inocentemente disfrutando del verano.


Javi intenta sonsacar detalles a Patri sobre su boda, que será el próximo 15 de septiembre. Ella no suelta prenda pero se ríe, se sonroja y nos dice que los preparativos van viento en popa. De repente, sin saber por qué, hablamos de series míticas, nos reímos de los protagonistas, de los recuerdos. 

Echamos terriblemente de menos a los que faltan. Y entre nosotros se respira algo extraño, como si no estuviéramos solos, como si los que están lejos, el resto de la pandilla se estuviera acordando también de Salobreña. Porque es verano. Y los veranos llevan su nombre. 



Es un lugar, de patios rojos, de bancos blancos, donde antes había una fuente verde, donde las esquinas son redondeadas. Los setos y una valla blanca, que si fuese de tela sería brocada, bordean la piscina. Ésta no se ve a no ser que te pongas de puntillas. En sus aguas Sergio me hacía ahogadillas, Javi marcaba brazadas, Maria del Mar buceaba con sus gafas. Hicimos amistad con los diferentes socorristas, nos íbamos al baño a contarnos secretos y tentábamos al bordillo saltando y tirándonos de cabeza. Y así, siempre alzando la mirada para ver mejor, saludamos a ese mundo nuestro que, como un gran hermano, nos pertenece solo a nosotros.


Los alrededores de la urba han cambiado por los estragos del tiempo y de las obras tras el histórico temporal, de no hace mucho, que se llevó medio paseo por delante, justo en nuestra zona. La entrada principal ya no tiene el mismo aspecto, ya no hay setos ni aspersores que esquivar como antaño, pero siempre, al abrir la cancela miro hacia arriba, donde vivía Miguel ¿Qué será de él? Y avanzo y pienso en la ducha blanca que antes ocupaba toda la esquina. Y llego al portal, ha cambiado mucho, pero el mármol blanco del suelo es el original. Y quiero tocar los porteros de todos para decir que estoy aquí, y asomarme a ver si están los demás. Porque antes lo hacíamos así, nos dejábamos los brazos sobre la barandilla y la voz en eco retumbaba por los bloques. 




Y las siguientes generaciones llegarán a Salobreña. Quién sabe si el resto de nuestros hijos, los de Javi, Bea y Julia ya lo hacen. Siempre lo contaremos, allá donde vayamos: “Yo veraneo en Salobreña”, con la boca llena, a pulmón henchido de recuerdos, aunque solo podamos ir un día o soñar con la posibilidad de volver a cruzar esa cancela, la del Mayorazgo II. Y cuando pronunciemos la frase nos sentiremos como Peter Pan. Siempre niños, sin querer crecer. Para que nada se escape y siempre sea tan especial como siempre. Que siempre nos espere una cena por compartir y unas toallas que desplegar. 


Estáis en cada china de nuestra playa, en cada paseo por la orilla donde nos hacíamos las fotos de grupo. Estáis en cada letra de aquellas cartas. Y, ahora es tan fácil hablarnos, a un solo golpe de dedo en el móvil que me parece imposible la distancia. 
¿Sabéis? Decís dónde estáis y me imagino cómo será el lugar donde vivís, pero me vienen las vivencias a la cabeza al hablar con vosotros y los mapas desaparecen. Y no puedo remediarlo, para mí siempre estáis en Salobreña. Os visualizo siempre allí aunque pase el tiempo. Ella es nuestro país de Nunca Jamás.


sábado, 11 de agosto de 2018

Lo que Salobreña ha unido nunca lo separará la distancia


De la misma manera que detienes la mirada en alguna frase que te ha gustado o subes el volumen para disfrutar el máximo una canción, los recuerdos se activan al llegar a un lugar que guarda gran carga emocional. Una carga que explosiona como fuegos artificiales. Nos ocurre con frecuencia en lugares conectados con la infancia. Como cuenta Rosa Montero en La ridícula idea de no volver a verte: "La infancia es un lugar al que no se puede regresar pero del que en realidad  nunca se sale".


A los amigos de Salobreña, de la urbanización en la que he veraneado toda mi vida, los conocí en la piscina que protagoniza el paisaje que veo desde mi balcón. Aunque, al asomarme, mi cabeza siempre gire a la derecha, en dirección al mar, al pisar el césped y atravesar la puerta de la piscina acuden a mí cientos de recuerdos que estallan y que tienen tantos colores como anécdotas. Tantos como esos fuegos que, en forma de palmeras, se expanden e inundan el cielo. No me hagáis elegir nunca entre playa o piscina, mi memoria nunca me lo perdonaría. Los debates clásicos no casan bien en nuestra historia con Salobreña.




“La historia (a la hora de escribir un libro) tiene que guardar burbujas de luz dentro de tu cabeza. Escenas que son islas de emoción candente y que, no sabes por qué te dejan tiritando”, explica Montero. Me gusta la sal en mi piel tras secarse al sol del verano, y me gusta la suavidad de la ducha de la piscina tras el baño, mezcla salina y de cloro. En Salobreña tengo la suerte de tener ambas cosas a mi alcance. Siento miles de burbujas de luz a cada instante, en cada rincón de aquel lugar. 


Pueden haber sustituido los viejos bancos de madera en los que nos sentábamos de niños por unos de mármol rugoso que apenas uso (echo demasiado de menos los otros), la vieja solería de cuadritos que molestaban al ir descalza por el asfalto liso que ha "intentado" sin éxito sepultar el pasado de correteos y juegos, o haber podado los viejos árboles en los que siempre desplegábamos las toallas y convertir sus copas en perfectas esferas. 

Pero hay una tradición inmutable, inamovible. El olor a hierba recién cortada, esos patios rojos centrales, esos laberintos y escaleras de piedra, las jardineras que brotan de los pilares que sostienen los bloques de pisos. Por mucho que lo intentara, no podría mirar la pista de tenis sin imaginármela con guirnaldas en esas viejas fiestas de la urbanización que se han perdido. Ni el tiempo puede cambiar tu manera de mirar ciertos recuerdos.



“Por qué no hablas de nosotros en tu blog”, me sugiere mi amiga María del Mar (quien me “regaña”, en modo divertido, cuando estoy mucho tiempo sin publicar). Ella lleva en su nombre ya a Salobreña, quien sabe si a su madre se le ocurrió mientras divisaba aquel mismo mar desde el balcón, con su barriga incipiente.


Ella me invita a desnudar nuestra historia. Una que pasa por conversaciones entre su terraza en el tercer piso y la mía del quinto. De llamarnos a voces cuidadosas en horas de siesta para no despertar a las respectivas familias (el sueño estival tiene esas dosis relajantes poderosas que tratas con firme respeto). Con Juan Ramón (que vivía en el cuarto piso) hablaba con notitas que dejábamos en un recogedor que subía y bajaba de mi terraza a la suya. 

Así es. Los “salobreñeros”, como nos llamamos, inventamos nuestro propio sistema de comunicación. Nos hacíamos señas de un bloque a otro. Tenemos que hacer un esfuerzo para recordar las letras de nuestros pisos, porque de tanto hablar entre balcones se nos han ido olvidando. Y tocábamos a los porteros de unos y de otros para avisar de que bajábamos a la piscina. Aunque yo a veces solo tenía que mirar para comprobar si habían recogido su toalla de la barandilla para bajarme también. 


Entre la litera de arriba (yo) y la de abajo (mi hermana) hablábamos bajito a través de ese hueco de separación entre la cama y la pared. Las noches se iban alargando. Noches de balcón abierto, de fresquito marino. Noches también de cine de verano con la chaqueta "por si acaso", alguna que otra música de fiesta de chiringuito repartida por los alrededores o sonido de olas del mar en madrugadas de mar picado. 

Salobreña llegó a ser, en épocas doradas, una continua borrachera, pero de felicidad. Y al pasar los años algunos fuimos bebiendo cada vez menos de ella. Hasta el punto de valorar como nunca cada segundo que el trabajo, la distancia o las demás "cuestiones de adultos" nos permitían (y nos permiten) disfrutar de ella. Antes parecía no existir las preocupaciones. 

¿Cuando era pequeña hacía deporte? Sólo sé hablar de aquellos veranos enteros recorriendo de punta a punta los dos kilómetros del paseo marítimo para jugar al vóley en las redes instaladas lejos de nuestra urbanización. De las tardes hasta el atardecer  jugando a las palas en la orilla. Al cabo de un rato pasándonos la pelota, y viendo que no se nos caía, que éramos buenos, Javi comenzaba a golpear cada vez más fuerte. Al rato le regañaba cuando yo fallaba la respuesta y el tremendo golpe de su muñeca me hacía ir lejísimos a por la bola.

Mezclábamos ocurrencias divertidas también con las cartas. Cuando se producían esas tormentas de verano infernales, bajábamos con la toalla al algún portal y formábamos una alfombra gigante donde sentarnos a jugar a nuestro famoso "baturro". 



En Salobreña los días no tenían fin. El moreno se cogía a lo bestia. Nos reíamos mucho, de tonterías. Porque nos reímos ahora igual, aunque los encuentros sean más escasos de lo que quisiéramos. Hacerse mayor tiene eso. La inocencia nunca nos hizo pensar en la posibilidad de que pudiera llegar el momento en que nuestros veranos juntos se hicieran cada vez más pequeños. Pero de adultos nos hemos sorprendido por la capacidad que tiene la fortaleza de los momentos de hacer que parezca que no haya pasado el tiempo. 


Entre los muros de esa urbanización, creedme, no pasa el tiempo. Siempre me siento esa misma niña cuando vuelvo. Soy mar. Y sin empadronamiento, soy salobreñera. Lo somos. Somos almas "sin papeles" buscando ESO que hacía que los veranos fueran memorables. Y, como amigos, hemos pasado por todo tipo de fases en estas dos décadas (algo más). Salobreña, para lo bueno (y lo menos bueno), ya es un tatuaje que se dibujó por sí solo en nuestra piel.