jueves, 12 de noviembre de 2015

Susurrando un deseo



Esta es la historia del día en que necesité más que nunca gritar algo en secreto. Sin más, decidí lanzar un deseo al aire, que impregnase toda mi habitación con su esencia y su poder. Me concentré mucho y, al terminar, solté aire para descargar la tensión que me generaba no haberlo cumplido. Una vez leí que coger todo el aire que te permitiesen tus pulmones y soplar hasta soltarlo todo era bueno para encontrar paz y desconectar. Probé suerte y me hizo sentir algo mejor, pero necesitaba más. 

Tras un rato contemplando a mi deseo golpear las esquinas de mi habitación, me di cuenta que aquella estancia era demasiado pequeña para él, así que me marché en busca de algún lugar donde el viento soplara lo suficientemente fuerte para que se lo llevara tan lejos como pudiera alcanzar mi vista. Subí a una colina escarpada que remataba en un pequeño llano desde donde se divisaba toda la ciudad. Corría viento fresco y la brisa conseguía despeinar mi pelo deseoso de libertad. Pensé -Lo haré en susurros para que mi deseo se mantenga en secreto solo para mí. Quizá por el día me encuentre y se pegue a mi sombra para que me acompañe allá a donde vaya.

Volví a intentar coger todo el aire posible, cerré los ojos y susurré mi deseo al viento. Cómplice, éste último sonó y rugió más fuerte que nunca para ayudarlo en su viaje, pero fue en vano. Mi deseo, en vez de disiparse con el horizonte o subir hasta alcanzar el azul del cielo, retrocedió en su trayectoria y quedó impregnado en mi ropa. Se enredó en las flores de mi camisa, en las ondas de mi pelo, aterrizó en las suelas de mis zapatos y me atravesó por dentro, de los pies a la cabeza. Lejos de lograr que ondease en el viento para dirigirme cual veleta, solo conseguí meterlo más en mi interior y ansiarlo aún más. Mi deseo no quería irse de mí, ni parecía comprender mis anhelos. 

Con la necesidad latente de hacerlo marchar para servirme de guía, me dirigí hasta un faro. Las olas golpeaban todo su temperamento en la pared del acantilado donde se erigía. Para tranquilizarme divisé los rosas, naranjas y morados del atardecer y volví a cerrar los ojos, respiré lo más profundo que pude hasta que ya no quedó capacidad pulmonar para abarcar más aire y éste escapó en un silbido tan suave que logró apaciguar la marea. –Ojalá el deseo acabe navegando en las aguas de este inmenso mar, pensé. Si, por el contrario, retrocede como lo hizo en la colina, quizá apartándome de su trayectoria se quede impregnado en la luz del faro.  Quizá no quería ser veleta pero sí quiere transformarse en luz que me sirva de guía. 

Pero mi deseo una vez más no me hizo caso. En cuanto lo exhalé de mis labios comenzó a girar cada vez más deprisa sobre sí mismo, a tanta velocidad que casi lo pierdo de vista. La energía del mar, a su vez, lo ayudaba a moverse cada vez más deprisa hasta que empezó a girar también alrededor de mí. Conforme caía la noche, la luz del faro se hizo cada vez más presente hasta adueñarse de la estela que iba dejando a su paso mi deseo. Fue tan fuerte el impulso del mar y tan intensa la luz del faro cuando la Luna hizo su aparición en el firmamento, que mi deseo salió despedido a toda velocidad y se perdió en el cielo. 

El parpadeo de una estrella me hizo entender lo que había ocurrido. Había pedido mi deseo de todas las formas que tuve a mi alcance. Lo nombré en mi habitación donde habitan mis sueños, en lo alto de una colina para atraer hacia mí la extenuante belleza del paisaje y en el horizonte donde se unen el mar y el cielo para encontrar la vida. Y, a base de buscar hallé la manera de cumplir mi deseo. Ahora, cada noche miro al cielo en busca de la estrella fugaz a la que susurrarle lo que tanto espero.