miércoles, 4 de mayo de 2016

El vértigo de los retos



Que de pronto te asalten sin compasión millones de ideas a la vez y necesites contarlas sí o sí no sería tan grave si no fuera porque esto te sucede mientras estás en la ducha. Salir corriendo, secarte y vestirte a toda prisa para lograr llegar a un cuaderno y apuntarlas a modo de esquema para que no se marchen por siempre jamás no es plato de buen gusto. No gracias, ya tengo demasiadas en el limbo de las ocasiones perdidas, esas en las que antes de dormir se te ocurre algo bonito y no lo anotas porque, inocente de ti, crees que a la mañana siguiente lo vas a recordar. 

Vuelvo al momento ducha. Después de enjabonarte lo más rápido que puedas y secarte echando humo, no te queda otra que romper con la rutina de ponerte crema hidratante (vale, no lo tengo como rutina pero basta que no tenga tiempo para que me apetezca recrearme en ese momento), te echas tan rápido el desodorante que, estoy segura, dentro de un rato dudaré si me lo puse o no y para colmo, cuando logras coger una de las cientos de libretas que tienes por la habitación, y que de repente parecen haberse camuflado, ningún bolígrafo quiere salir del lapicero y cuando consigues tirar de uno saltan varios a la vez (la mitad ni los utilizo ni escriben pero ahí están saludando). Puntos positivos: la ropa estaba a mano y el ordenador encendido. Ésa es mi chica, me digo a mi misma. 

Y después de este momento caótico de mi vida voy a lo interesante. Más que ideas son reflexiones. Y es que abril se ha marchado ya, más bien se ha esfumado cual ilusionista, ante la mirada atónita de cuantos adoramos este mes primaveral. Ha llegado mayo y se nos ha quedado esa cara del Whats App que, abriendo la boca, se lleva las manos a la cara.  Hasta cambié el refrán, queda mejor en abril amor mil (una ola para las/los enamoradas/os). Y es que el amor también puede ser como la lluvia (intermitente, intenso, ausente o directamente ir en caudal). Y al pensar en abril me ha venido a la mente la canción de Sabina quién me ha robado el mes de abril. Y así me sentía yo entre mis pensamientos, víctima de un robo sin compasión. Ahora resulta que no solo me han robado el mes de abril sino que no sé cuándo recuperaré el vértigo del directo, del plató, de las entrevistas y de la fiesta en las ondas. Sí, y estas cosas no son buenas pensarlas cuando se tiene hambre (acabo de llegar de andar y esta hora previa a la cena es criminal, pero aquí estoy yo firme escribiendo con una bolsa de gusanitos cerca y sin tocarla, eso sí la voy a desgastar de tanto mirarla y no prometo nada).

Ah sí, que por qué me han robado. Nadie lo ha hecho, es así la vida, te enseña cada día a luchar. Más bien me he estado preguntando, en mi rápida ducha que en principio se esperaba relajante, cuándo volveré a coger un micrófono (los que me conocen de verdad saben que en un karaoke estoy como pez en el agua). No es que sea cantante, pero es lo más cerca que estoy de la tele. Es que resulta que llevo cuatro años envasando tomate, aguacate y lo que se tercie y dedicando mis ahorros en más formación. Entiéndase mi Máster en Comunicación Social en Almería y el III taller de presentadores de televisión en Madrid. Compaginando ambas esferas de mi vida y dividiendo ésta entre jornal y vocación. Dándole a la segunda, esa que vive en tus entrañas, alimento de cuantas formas se me pueden ocurrir. Y ya han pasado cuatro años desde que dejé de trabajar como periodista. Y cada vez que veo una oferta de empleo exigen que seas nativo de inglés, que tengas menos de treinta años o que sepas de diseño gráfico a la vez que puedas acreditar que tienes suficiente experiencia o yo que sé que más requisitos. El caso es que la crisis ha llegado a un punto de especialización que me encuentro perdida en mi camino caótico de duchas desesperadas para alcanzar una meta. Ojalá fuera tan fácil como abrir el Word y deshacerme de nudos. 

Miro mi esquema, que yo había apuntado cosas y ni las estoy mirando. Vale, me lo temía, ahora no entiendo ni mi letra. Sí, mis miedos. Haciendo los estiramientos al llegar a casa he recordado lo mal que lo pasaba en clase de gimnasia en el instituto. Que no os hablo de saltar el potro. Me refiero a una simple voltereta. Me ponía en posición, situaba la cabeza en la colchoneta y era incapaz de pegar el impulso. El miedo a hacerme daño me paralizaba. Era incapaz. Y los demás lo hacían con una naturalidad que parecían de goma. En este punto no lo he podido evitar. He abierto la bolsa de gusanitos. Es lo que tiene el hablar de los pequeños traumas de juventud. Aquel curso, con un poco-bastante ayuda conseguí hacerla y pensé, ¿tanto he liado para esto?. Pues así veo los miedos, como el vértigo que sientes en lo alto de una montaña rusa  pero a la que quieres volver a subirte en cuanto pisas tierra. 

Eso es lo que me pasaba cuando trabajaba de reportera y salía a la calle a parar a desconocidos. Los nervios que pasas mientras cumples sueños se asemejan a los que sufres cuando te enfrentas a retos que más tarde superas, porque el deseo de lograrlos son más fuertes que el miedo que puede acudir en cierto momento del proceso. El gusano se te pone en el estómago, se te seca la boca, incluso piensas en la posibilidad del fracaso, te lanzas al vacío, disfrutas del viaje, la felicidad te inunda y la recompensa vale más que todos los cofres del tesoro. Es ese instante de desbordante satisfacción. Eso es trabajar en lo que te gusta, llenar tu vida de vértigos.