miércoles, 15 de octubre de 2014

Herencias incalculables


Seguro que habéis oído alguna vez que cuando alguien te regala parte de su tiempo, te está obsequiando con algo que jamás volverá a recuperar. Las dos caras de la moneda de un gesto generoso y humano que sale de nosotros, sin más, casi a diario. Y es que, en ese momento de conversación, ambas personas sienten cosas muy diferentes. 

Muchas veces, en la mayoría de los casos, el que ofrece ese tiempo no le da la mayor importancia, ni tan siquiera recae en ello. La que lo recibe, agradece ese tesoro, el que en ese momento estés junto a él o ella. Cada uno decide donde emplear su tiempo, una elección que reside en la naturaleza de las personas. Heredar el tiempo de  otra persona te hace sentirte mejor, compartir cosas con ella, es un placer recíproco que nos hace ser más felices.


Sólo quería explicaros qué son para mí las herencias incalculables. Esas cosas materiales, pero sobre todo inmateriales, como el tiempo, que cada día podemos sentir como nuestras, al mismo tiempo que sabemos, sin necesidad de que nadie nos explique por qué, que no nos pertenecen, que deben seguir su curso. Son objetos, aprendizajes, experiencias, recuerdos o momentos que llegaron, por diferentes circunstancias o sin motivo concreto, a nuestro mundo particular. Cada uno tiene las suyas, y cada uno las vivimos de una manera distinta.

En cuestión de objetos, sabemos que éstos tienen un gran valor familiar o personal por razones, que no siempre se pueden explicar, ni tampoco predecir el efecto que tendrán en nuestro crecimiento como personas. Puede que estén en nuestra habitación, en la repisa de la estantería del salón o guardadas con recelo en un cajón, pero no las sentimos como de nuestra propiedad, quizá por el valor que tienen, tal vez por un respeto intrínseco a su anterior dueño, aunque ya se hubiera desprendido de ese objeto en el pasado. Es difícil de explicar, simplemente están en ese mundo paralelo por el que en ocasiones damos una vuelta para volver a respirar la esencia de esas cosas tan especiales.

En el colegio, cuando empezó a gustarme la poesía gracias a un profesor que, como ya os conté en un post anterior, nos mandó para casa escribir nuestros propios poemas, había dos autores, cuyos versos magnéticos y esclarecedores me robaron más de una noche de lectura. Y los descubrí gracias a dos libros que mis hermanos conservaban en casa y que, aún ocupan su sitio en nuestra pequeña biblioteca. Ellos los dejaron aquí cuando se fueron de casa y los demás seguimos disfrutando de líneas como éstas de Bécquer y Neruda que aprovecho para compartir con vosotros:


 




Rimas y Poemas de Gustavo Adolfo Bécquer y Antología poética, de Pablo Neruda, dos obras maestras de la poesía que seguro conoceréis. Y estos son los libros de mis hermanos que conservamos con cariño, siendo conscientes de que es una herencia que irá pasando de generación en generación. Me gustaría pensar, por ejemplo, que si tengo hijos, puedan apreciarlos y gustarles tanto como me gustan a mí.






Quizá creeréis que es una tontería, pero creo que cada uno de nosotros estamos hechos de pequeñas herencias. Nuestros gestos, nuestra forma de ser, lo que nos gusta hacer, alguna parte de nuestro cuerpo... Cabe la posibilidad de que estemos hechos de muchas cosas de nuestros antepasados, que hayamos nacido con algo de ellos, y que vayamos creciendo, disfrutando también de los objetos que nos dejaron. Creo que a lo largo de nuestra vida, por el camino, vamos también heredando cosas, que hablan de nosotros, que nos definen.







Por otro lado, creo que si alguien te quiso mucho en vida, cuando se va, te deja de alguna manera  ese amor en tu interior. Si no, no sabría explicar cómo se puede querer a un familiar al que apenas conociste o cómo puedes sentir tan cerca a alguien que ya no está. Me encanta que mi madre me hable de mi abuela María. Yo tenía dos años cuando, en un mes de agosto, se puso malita y en pocos días se marchó. 

Una noche soñé con ella, o creo que era ella. Aparecía resplandeciente sobre un fondo blanco. Me llamaba por mi nombre y decía que tenía una cosa importante que decirme. En ese momento me desperté y, por más que lo intenté, no pude retomar aquel sueño por donde se había quedado, ni volver a encontrar la imagen de esa mujer. 

Hace 28 años de aquel caluroso agosto, pero mi hermano mayor pudo recuperar hace tiempo el vídeo VHS de su comunión, celebrada aquel mismo verano antes de que ella se fuera, y pasarlo a un CD, y así, puedo verla en mi ordenador siempre que quiera. 

Yo correteo por un pasillo. Ella va a buscarme y aparece, guapísima. Lleva un vestido muy alegre, blanco, con un estampado de varios colores. Es muy alta y hermosa. Se la ve fuerte, llena de energía. Ella ha salido del salón donde se celebra el convite, me está buscando porque no paro de un lado para otro. Me encuentra y me dice:
-Ven Paqui, ven, ven, me lo repite varias veces. Y yo salgo corriendo a sus brazos. Ella me coge y me llena de besos mientras, creo oír –Ay ¡mi cielo¡

Aunque yo era demasiado pequeña como para recordar esos dos años de mi vida que compartí con ella, sí que siento que está conmigo en muchos momentos y de muchas formas que no podría explicar. No encuentro explicación a cómo puedo querer tanto a alguien que apenas conocí, pero tampoco necesito saber el por qué. Tengo la certeza de que viven en mí muchas cosas de ella. De su carácter o de su forma de ver la vida. Y si se trata de soñar despierta, soñaré que todo esto es cierto y que ella me cuida desde allá arriba. Que sus nietos y sus hijos heredamos todo el amor que nos tenía.

Lo que heredas de los demás, ese tiempo, esos recuerdos y objetos, son tesoros que hablan de ti. Sobreviven en tu piel, en tu memoria y en tu corazón, y por eso tienen un valor incalculable