sábado, 29 de septiembre de 2018

Tarifa: Lo que el viento NO se llevó entre dos mares


Lo fácil hubiera sido enfadarse porque, durante nuestro único viaje del verano, el fuerte viento iba a hacer mella en Tarifa, nuestro destino de “desconexión”. Más aún en septiembre, sin ese “agobio” de agosto con las playas llenas. Cúan de importante es dejarse llevar, sin más, y no anteponer grandes expectativas.

Bolonia


Ya conocíamos la predicción del tiempo y sabíamos que allí son habituales las rachas de viento, pero siempre guardas un hilo de esperanza de disfrutar, al menos, de algunas horas de tranquilidad. Parecía misión imposible fuera de la seguridad y resguardo del coqueto hotel Chill Out Tres Mares donde nos alojamos. Pero intentamos todo el tiempo no optar por lo fácil y saborear el destino a pesar de los caprichos climatológicos tan inoportunos. Y, aunque me costó una picadura de avispa y un billete de cinco euros que salió volando, para después desaparecer de la faz de la tierra, logramos al menos llevarnos buenos recuerdos.


La sombra del viento, como el título de ese bello libro, siempre estaba en aquellos amaneceres y atardeceres que nos perdimos en las que son, según dicen, las playas ideales para contemplar estos espectaculares fenómenos. Porque, debido al daño que la fina arena de las dunas provocaba en la piel con el cruel viento, no pudimos verlos, al menos, no  al completo o con plena tranquilidad.


Atravesamos, cual exploradores en medio del desierto, la duna de Valdevaqueros. Era el primer día y veníamos con tantas ganas de playa que nos tomamos de buen humor el azote de la arena. Pero, al día siguiente, para evitar la espantosa estampida una vez más, y no poner a prueba nuestra paciencia, decidimos bordear la famosa duna de Bolonia por el bosque que la limita y así disfrutar del paseo y evitar el viento arraigado en la zona central, donde un día normal sería sin duda una gozada pasear y retozar.


Y, aunque me costó una picadura de avispa, pudimos ver la hermosa vegetación del otro lado y conseguimos hacernos la famosa foto con la playa de fondo.



Lo del billete de cinco euros volando cual cometa es una larga historia de fatídicas coincidencias. Que si no sabía que lo tenía en el bolsillo, que si lo metes en la mochila para mayor seguridad. Que si sacas algo de la mochila para meter otras cosas y que en ese vaivén el billete decida ser libre para caer quizá en otras manos (al menos le alegrarás el día a quien lo encuentre más tarde, te consuelas). En fin. Anécdotas.




Lo que más nos gustó fue el faro de Camarinal donde encontramos, a un lado, la playa del Cañuelo y, al otro, la conocida como la de los alemanes donde pudimos darnos un baño.


Colocamos las toallas junto a las rocas para evitar el azote del viento, mucho más moderado que en otras playas de la zona. Todo aquel recorrido lo hicimos andando para visitar la zona y descubrir todos sus rincones. El paseo de madera bajo el faro nos ofreció impresionantes vistas de ambas playas para luego volver tras nuestros pasos y bajar hasta la playa de los alemanes a través de unas escaleras de piedra que daba entrada al paraíso. 



La fina arena, donde se mezclaban pequeñas conchas y piedrecitas que brillaban con el sol, nos dio tregua y nos dejó, por fin, tiempo para contemplar aquel paisaje turquesa con rocas que emergían del agua y brotaban como dientes salvajes entre distintos azules y oscuros momentos de nubes que iban y venían sobre nosotros.  

La vuelta andando se hizo más larga y pesada por culpa del viento pero sin duda mereció la pena, dándonos también oportunidad de hacer un sendero único y especial. Volvimos al coche, aparcado en un mirador improvisado donde se divisaba, impresionante, la gran duna de Bolonia.  Y más aún sabiendo que, tan sólo un día antes, habíamos estado perdiéndonos entre aquellos árboles que la bordean.


Ese día, por la noche, decidimos volver a Tarifa para cenar. El día anterior habíamos comido en uno de los que, aseguran, es uno de los bares más típicos y famosos del pueblo, El Lola, donde se come muy bien a buen precio. Nos gustaron mucho los montaditos de atún y la ensalada de langostinos que preparan con un toque de cebollino, un placer para el paladar. 


La noche siguiente quisimos cenar en otro lugar que nos habían recomendado llamado Los Mellis. Allí nos encantó la tosta de atún ahumado. 

Acabamos a una hora perfecta para disfrutar del Happy hour de Tako Way, otro de los locales ineludibles de Tarifa. Allí nos pedimos dos cócteles deliciosos (uno de mango y otro de fresa) acompañados por la música de Orishas y el tintineo de la lámpara que el camarero hacía voltear cada vez que recibían propina al grito de “bote”. 


Antes de todo eso, como aperitivo entramos en un bar precioso y decorado con bastante gusto (pero algo más caro) que se llamaba La Caracola. Las mini hamburguesas de atún caseras estaban realmente exquisitas.



Un paseo por las callejuelas pintorescas y llenas de coquetas tiendas, en las que era imposible no fijarse, puso el broche de oro a una noche perfecta. Eso sí, con la chaqueta puesta a prueba de "ráfagas peleonas" en lugares más descubiertos de Tarifa.


Otro de los sitios que no puedes perderte si visitas este enclave es el punto marítimo que linda con Playa Chica, donde el Mediterráneo y el Atlántico se besan, en la Isla de Las Palomas. El viento, más violento en aquella zona tan desprotegida, nos impidió avanzar demasiado por la pasarela donde las olas golpeaban y mojaban el camino, pero la foto de rigor no quedó del todo mal a pesar de lo que costaba sostener el móvil para el selfie.


En aquellos paseos por Tarifa, tanto en la hora de nuestro exquisito café del miércoles como durante la noche de jueves entre aquellos bares tan pintorescos, encontrabas siempre las sonrisas de desconocidos. Igual que en nuestra parada, ya de vuelta a Málaga, en el Mirador del Estrecho, donde una pareja se ofreció a inmortalizar el momento en el que Gibraltar nos saludaba, imponente, al otro lado. 



Seguro que si estos tres días no hubiéramos sufrido el azote del fuerte viento hubiéramos disfrutado mucho más de Tarifa y Zahara, pero, como os decía, lo fácil hubiese sido estar cabreados todo el tiempo por algo que no podíamos remediar. El tiempo es el que es y hay que aprender a disfrutar de los momentos e instantes que te regalan los lugares que visitas. Contra viento y marea. Con mucha paciencia

Al final persisten los mejores recuerdos, hay que inclinar la balanza a nuestro favor. Y con picadura de avispa y todo me traje a casa bonitos recuerdos de un lugar al que quiero volver (eso sí, ya sin viento, por favor).
 
Porque si eres paciente, al final, llega el instante importante. Y el posible daño que pudo hacerte la arena, en otro momento entre extensas dunas, se hunde en el corazón y se borra de la memoria. Se desintegra frente a la vista de un paisaje de ensueño. Todo llega. La tranquilidad llega. Contra viento y marea.




miércoles, 12 de septiembre de 2018

Que trabajar en lo que te gusta deje de ser sólo un sueño


Todo empezó un caluroso dos de agosto en Casarabonela, al pie de la espectacular Sierra de las Nieves, en Málaga. Mi compañera y yo subimos por las empinadas y pedregosas calles del bello municipio, un lugar que yo veía por primera vez. Cargadas con el trípode, la cámara y el micrófono, nuestra misión era ir buscando la noticia en aquel escenario en fiestas. 



Hasta la Iglesia de Santiago nos dirigimos, en todo lo alto del pueblo, con el objetivo preparado para grabar la salida de la procesión. Vecinos fueron llegando intermitentemente hasta aquella pequeña explanada. A un lado, veíamos el gran portón de madera que daba entrada al templo, al otro, la sierra expectante desde aquel mirador natural que guardaba, entre otras maravillas, el Jardín Botánico del Cactus “Morai Bravard”. A la derecha de aquella vista, una preciosa casa cuya fachada estaba cubierta de plantas y ocupaba toda la esquina hasta los escalones que bajaban, y a la izquierda, una plaza donde ya preparaban el escenario para los conciertos que vendrían en los próximos días.


Después de tanto tiempo esperando esta oportunidad, al acabar Julio dije ¡Sí! a formar parte del pequeño equipo que una empresa de comunicación iba a formar para cubrir las fiestas, así como otros eventos, de varios municipios de la comarca del Guadalhorce. En ese momento estaba a punto de expirar otro contrato que tenía así que no pudo darse mejor ocasión para no parar de trabajar y disfrutar, esta vez sí, con lo que más me gusta en el mundo, la profesión periodística



Y otra de las cosas que adoro, como ya sabéis de otros post, son los atardeceres. Y, desde aquella iglesia vivimos un instante perfecto, un atardecer maravilloso que, junto a las historias de aquellos vecinos sobre el lugar, fraguó lo que fue una gran experiencia en aquel pueblo de casas blancas. “Esto es lo mejor que tiene el pueblo”, me aseguró una de las vecinas más longevas de Casarabonela frente a la panorámica desde aquella Iglesia. Mientras me hablaba, las dos contemplábamos aquel paisaje verde y tierra, que comenzaba a tornarse de mil colores gracias a la puesta de sol.



“Cuando hay un entierro y sacan el ataúd por la puerta de la iglesia, parece que se va directo al cielo”, me llegó a decir casi entre lágrimas. Aquella mujer se emocionó hablando de su pueblo conmigo, una auténtica desconocida. Y, con cierta tristeza me explicó: “Este pueblo, con lo bonito que es, y siempre está vacío”. Yo quise animarla, “Pero ahora, con las fiestas estará lleno de gente ¿No?”.  Mi argumento no le convenció demasiado y torció el gesto, entre sentimientos de duda y desazón. Comprendí que la tranquilidad de un pueblo, para muchos puede significar su gran atractivo y para otros tantos una tristeza arraigada en las calles solitarias. 



La generosidad de mi compañera, ofreciéndome el micrófono y animándome a grabar la entradilla que daría inicio a aquel reportaje, supuso para mí una alegría que llevaba cocinando en mi interior muchos años, tiempo de espera en el que los currículums no surtían efecto y soñaba despierta cada día en que surgiera una nueva oportunidad como aquella. 

Estaba preparada para lo que pudiera surgir, me había vestido bien y maquillado, pero supuse que, como era mi primer día y ella llevaba un año como reportera presentaría ella, y a mí me tocaría operar con la cámara para familiarizarme con la máquina ya que tendría que ir sola a cubrir más eventos durante el resto del verano. Y, otra vez respondí: ¡Sí!, por supuesto que SI. Y así viví uno de los momentos más felices de los últimos años. (En la foto de arriba veis una captura del vídeo de aquella presentación, donde me fusioné con el entorno gracias al verde de mi camiseta ;) Os dejo en este enlace el vídeo completo).



La veteranía de empezar de cero es una responsabilidad de la que tengo que aprender a estar orgullosa. Porque tan importantes es estar feliz por lo conseguido que por lo perdido. No me gusta el verbo "perder", digamos mejor "por las ocasiones que se marchan". A veces la clave está en dejarlas ir sin más y abrir bien los brazos para lo que venga. Y nunca sabes cuándo puede volver a encenderse la chispa que hace que vuelvas a creer en ti misma. 




Comienza el curso y mi mochila está vacía, deseosa de llenarla otra vez de grandes sensaciones como aquellas que experimenté durante todo un mes frente a la cámara. La vuelta al cole me pilla un poco a trasmano, como ese primer día de clase cuando aún no sabes qué libros te tienes que comprar o qué clase de cuaderno te pedirá el profesor de turno. 


Así que me quedo con las palabras de Michelle Pfeiffer en aquella gran película, Mentes peligrosas: “Aprender es el premio, saber cómo leer algo y entenderlo es el premio, aprender a pensar, es el premio. La mente es como un músculo, si queréis que sea poderosa, ejercitadla. Cada idea nueva fortalece otro musculo y en la vida esos músculos son los que os van a hacer realmente fuertes. Serán vuestras armas y en este mundo inseguro quiero que os arméis” (Aquí el vídeo). 

Agosto y éste trabajo me permitió coger fuerzas para seguir soñando. La mejor y mayor prueba de que todo se consigue si no dejas de perseguir lo que quieres fue aquella llamada de teléfono que cambió mi vida. Así, ahora (y siempre que estoy sin trabajo) me quedo pegada al móvil mientras lucho por otro escenario de estreno.

Agosto terminó donde empezó, en Casarabonela. Porque, aunque lo último que grabamos fue en otra localidad, para mí la despedida oficial fue con aquel reportaje sobre autos locos que me dio la oportunidad de volver a visitar aquel maravilloso pueblo, de casas blancas, iglesia en alto, paisajes desbordantes llenos de historia y paz absoluta para zozobra de aquella vecina. Y fue ahí, en el lugar donde comenzó esa bonita aventura, donde quise inmortalizar el instante.


Ésta foto simboliza ahora la esencia de La importancia de un instante. Con él comenzamos curso, a ver qué tal se me da eso de volver a empezar.