miércoles, 7 de marzo de 2018

Hasta que volvamos a vernos



El instante en el que eres feliz memoriza tus sentimientos. Lo sabes cuándo dos pares de ojos vuelven a brillar mutuamente al reconocerse un día cualquiera, después de mucho tiempo distanciados. Cuando el reencuentro no entiende de kilómetros si ahora estás aquí conmigo y ya me da igual que hayas estado tan lejos hace un momento.


A las madres no hay nada que les haga más feliz que ver reunida a toda la familia en la misma mesa. A nosotras, las amigas, nos pasa lo mismo. Las chicas tenemos cierta sensibilidad para reconocer esa memoria feliz cuando volvemos a juntarnos y a sentir toda esa conexión que nos hace únicas. A nosotras y a nuestro ratito de compartir cualquier cosa por tonta que parezca.


Hace unas semanas dos parejas fuimos a un restaurante asiático que nos habían recomendado. Queríamos probar el sushi de su buffet libre y el camarero nos sorprendió con una tablet donde encontramos todos los platos y nosotros teníamos que ir haciendo pequeñas listas de cinco platos máximo. Cada diez minutos podíamos pedir otros cinco más y así hasta que quisiéramos. 



Un grupo de cuatro chicas apareció luego y se sentó en la mesa de al lado. Era el cumpleaños de una de ellas y le dieron regalos y le obsequiaron con una tarta. Pero lo que llamó mi atención fue lo compenetradas que estaban, lo mucho que se reían. Todo el tiempo. Hubo un momento en que las vi cogerse de las manos y cantar una canción, cuya letra desde mi mesa no terminaba de entender con claridad. La mesa era redonda e invitaba sin duda a crear un círculo más íntimo entre ellas al hacer aquel gesto. Podría haberme reído de aquella imagen extraña pero, lejos de eso las envidié perdidamente. Hacía tantos meses que mis amigas y yo no nos reuníamos que algo en mi corazón se desbordó.


Así que sonreí. Me hizo feliz ver aquellas desconocidas vivir y disfrutar tanto de su particular reencuentro. Y me vinieron a la cabeza las caras de mis propias amigas. Las anécdotas sobre nosotras empezaron a aparecer en mi cabeza y me sentí increíblemente serena. Tranquila gracias al tiempo. Confié en que un momento como aquel que estaba contemplando en miradas ajenas a la mía sucedería pronto. Y nunca crees que confiar tanto en algo puede hacer que tus deseos se hagan realidad, hasta que ocurre. 



Con las primeras risas de aquellas mujeres anónimas desee saber de qué estaban hablando, qué les hacía tanta gracia. Pero después, cuando pasó un rato, ya me dio igual. Qué más daba. Eran felices y les importaba un comino el mundo. Lo que pensaríamos los demás al verlas cogidas de la mano. Dejó de importarme conocer más detalles de aquel encuentro, por la misma razón que el paso del tiempo es capaz de hacer inmortales los sentimientos. No hay explicación, ni palabras. 

¿Acaso podemos explicar a los demás por qué nos reímos a carcajadas por una tontería?



Y el instante del reencuentro vuelve. Siempre. Por la fe que nos mantiene unidos a ellos. Aunque sea uno al año. Unas horas para volver a sentir que no ha pasado el tiempo y para que nos importe un pepino el resto del mundo. Y se cumplió. Volvimos a vernos.

Una de ellas preguntó -¿Y dónde quedamos?


Improvisé. Me acordé de un lugar cercano al que siempre había querido ir. Y pareció perfecto en mi cabeza. Desde allí se ve el mar, ese que tanto echa de menos Mary en Alemania el resto del año. Y estaba lloviendo y había que coger algo de carretera pero me siguieron el juego. En ese tablero donde las piezas encajan si las movemos entre nosotras. Un nuevo viaje se abría paso y ya teníamos la maleta lista para volverla a llenar de recuerdos. 


Y Sonia nos advirtió que no nos arregláramos mucho, que iba en zapatillas. Pero luego apareció súper mona (en zapatillas) y me reí de su ocurrencia. Y convencimos a Mayte para que cancelara sus posteriores planes y que no se fuera y alargáramos aquella cita hasta la noche. Y mi hermana por fin volvió a unirse a nosotras. Y Marina apareció con la primavera en sus hombros, estrenando aquella camisa bordada de flores. 

Y nuestras sonrisas iluminaban aquel pequeño salón donde el brindis sabía mejor que nunca.


Pero cogí el móvil para hacer una video llamada porque me negaba a asumir que Noelia faltase a aquella reunión que acabó siendo de pijamas (sin movernos del bar). Y vacié la batería sin importarme la “desconexión” para después llegar a casa. La maleta nos había llevado a Barcelona. 


Y nos reímos aún más. Al menos un instante sí que volveríamos a estar juntas. Y ese instante se vuelve tan importante que el resto del mundo nos importa un comino. Porque nos reímos y lloramos. De felicidad. Y nosotras sabemos por qué y de qué. 


Solo nosotras. 


Solo en nuestro particular mundo donde siempre es primavera, donde el mar sonríe al imaginar por qué lo miramos como si lo viésemos por primera vez.