lunes, 31 de marzo de 2014

Del campo y sus sabores

El atardecer es rosa y azul aterciopelado y parece cubrir a Salobreña bajo un techo mágico lleno de colores, luces y sombras. Desde donde la estoy mirando crecen amapolas rojas y el aire me acerca perfumes silvestres. Me apoyo en la valla metálica que salva una pendiente, mientras cierro los ojos y aprecio los olores, y la brisa que sopla sigilosa, moviendo las hojas de los árboles.

Abro los ojos, una extensa capa verde me separa del mar, al mismo tiempo que creo acariciarlo con la mano. Ante la espectacular imagen, propia de una postal que mandaría a cualquier parte sin pensarlo dos veces, empiezo a ser verdaderamente consciente del amor de mi padre por ese lugar lleno de encanto. Comienzo a saborear el dulce olor a recompensa por tanto que ha invertido, tanto trabajo dedicado por conservar ese lugar y llenarlo de luz, de vida. Por cada día que va hasta allí a podar, limpiar y mimar cada árbol para que crezca sano y a salvo.

La tarde va cayendo poco a poco y el frescor que voy experimentando se entremezcla con el paisaje, el cual no me canso de admirar. El día va acabando, y me resisto a abandonar esas vistas que me ofrece el momento. Recuerdo todo lo que he hecho durante el día, y pienso en lo mucho que he disfrutado, por ejemplo, viendo cómo han crecido las palmeras reales cubanas que plantó mi padre y que, comenta orgulloso, podrían alcanzar en un futuro hasta un metro de diámetro.



De las papayas en lo alto de ese raro y éxotico árbol que, con tanta dedicación, ha hecho crecer justo al lado de ellas. Y así, acariciando la gran maceta de hierbabuena para dejar impregnado en mis dedos ese inconfundible olor que tanto me fascina, continuo el paseo entre aguacates, chirimoyos, limoneros y naranjos hasta el cobijo de las palomas y las gallinas.

Recuerdo ese llegar de nuevo al cortijo cargados de frutos, y saborearlos pensando en la tierra que tanto nos ofrece. De ver a mi padre coger la navaja y pelar caña de azúcar, y degustarla de postre tras una comida de esas tan ricas que hace mamá en el horno de leña. Dentro, frente a la chimenea que caldea la estancia en la que tantas horas hemos pasado en familia, las tortas de chicharrones, que mi tía y mi madre habían amasado y dado forma un rato antes, van tomando volumen y parecen inflarse de aire, respirando el calor de la lumbre. Nos esperan para la merienda junto a los famosos buñuelos de mi tita, cuyo secreto nos hace chuparnos los dedos y no dejar ni uno en el plato.



Y con el café y las risas, llega el ratito de cartas y anécdotas, las conversaciones sobre cómo nos va todo y los juegos con los más peques de la casa. Y así termina siempre un día de cortijo, admirando el paisaje que llevo en el corazón.

Y si cuando llego a casa y cierro los ojos, aun puedo ver Salobreña surgir del mar, entre hojas verdes y un techo azul profundo, sé que ese lugar ya ha dejado huella para siempre en mis recuerdos. Allí el alma se tambalea al admirar tanta belleza, porque desde mi cortijo veo el mar y Sierra Nevada, veo el cielo y la tierra.