martes, 24 de noviembre de 2015

La promesa del sol



Era lunes y por la ventana me pareció ver “un sol lleno de promesas” como dice la protagonista de Rebeca. Aquel pensamiento terminó de convencerme para salir a caminar. Casi nunca hago deporte. Hay cosas que no haces, a pesar de que te gustaría, y no sabes muy bien por qué. Siempre hay una excusa, que con el paso del tiempo se va haciendo cada vez más grande e importante, es la barrera que tú mismo te pones ante las cosas, ante los retos. Todo empieza por ti mismo y por la manera de enfrentarte a la vida. 

Salí a caminar, sentía que lo necesitaba y no solo en el aspecto físico. No necesité mucho, ropa cómoda, zapatillas, música, el asfalto y ese precioso día que había despertado. Nada más salir me di cuenta de que el hombre del tiempo tenía razón, el veranillo se marchaba y bajaban las temperaturas. Pero la pequeña brisa polar que acariciaba los árboles quedó atrapada en la belleza del paisaje. El calor del sol ayudaba a que no la notase y la música me hacía concentrarme en la ruta a seguir. Con cada paso llegaban miles de pensamientos pero me negué a finalizarlos, muchos de ellos no me harían bien. Cada cosa tiene su momento. 

Durante el trayecto recordé que no había mirado ese día las redes sociales y eso de repente me hizo sonreír. La noche anterior, en un monólogo en la tele, se reían de la gente de ciudad que va a desconectar al campo pero que una vez llegaban ya estaban buscando sitios donde hubiera wi-ffi para conectar el Ipad. Hay que reconocer que vivimos “atrapados”, que es difícil “desaparecer” del todo, pero cuando consigues unos minutos de soledad absoluta al irte a la playa o a un parque de la ciudad para respirar naturaleza y captar las energías del día que empieza te das cuenta de la cantidad de tiempo que perdemos en conectar cuando lo que realmente necesitamos es lo contrario.

La televisión. Cuántos días escuchando malas noticias. Uno de esos pensamientos que deseché aquella mañana de caminata era que mi hermano se encuentra trabajando unos días en una ciudad en alerta terrorista, Bruselas. Este pasado fin de semana mi hermana constantemente le reclamaba en el whats app del grupo familiar que tenemos, la verdad es que todos estábamos algo preocupados. Y lo estaremos hasta su regreso.  Todo cerrado en la capital belga, todo en máxima alerta por peligro inminente de atentados, decían estos últimos días. Máxima. Inminente. Hay palabras que te taladran, te asustan, te perturban. Lees en la prensa que los militares están desplegados por la capital belga porque buscan a dos terroristas muy peligrosos. Y el cuerpo se te queda helado. De repente no están lejos de aquí ni tú estás lejos de ellos, parecen acapararlo todo y cuanto más acaparan los enemigos de la vida más batallas ganan. A las malas noticias siempre le siguen momentos de miedo, ese monstruo que si lo dejas va comiéndose la libertad. Y vuelven a vencer. Una y otra vez.

Cuántas veces he estado en un concierto o en una terraza con amigos tomándome algo. Cuántas celebrando un cumpleaños, sonriendo con ellos compartiendo anécdotas. Y en aquella macabra noche parisina, así mismo estaba un grupo de amigos. Tranquilos sentados a la mesa al calor de la amistad, celebrando y disfrutando. Me los imagino en ese instante en el que te lo estás pasando tan bien que piensas en que vuestra conexión es especial. Que si estuvierais lejos ninguna distancia podría separaros. Pero todo de repente es tan frágil como un castillo de naipes que se desmorona con la cobarde arma que todo lo puede.  Te marchas dentro del restaurante y al cabo de un rato vuelves a esa terraza alarmado por unos estruendos. Ves a tus amigos en el suelo muertos, a tu propia hermana agonizando. ¿Qué está yendo mal para que ocurran estas desgracias?. ¿Qué clase de mente humana decide que debes morir?. Comprendes que pueden arrebatarte la vida y todo eso que estás construyendo con los que quieres pero no alcanzas a averiguar las razones, simplemente porque no existen. Alguien, por llamarlo de algún modo llega y lo destruye todo. Ese instante. Horrible y desconsolador. De imaginarlo siquiera se me hielan los huesos.

Volví a casa de aquel paseo. Me siento bien, he agregado bienestar a ese día que retoma la rutina. Cualquier pequeño ejercicio físico con el que alcanzar algo de paz, eso es lo que necesitaba, un instante vital. Como colofón, una ducha para renovar energías. Me siento a leer Rebeca pero la casa está fría. Hace frío y aún más con esos pensamientos y recuerdos de las noticias que han ido llegando desde la semana pasada sobre los atentados. Vuelven los pensamientos de amistades truncadas por el odio enfermizo a la nada. Todo es absurdo y carente de sentido. Me vuelvo a marchar a escuchar las promesas del sol. 



Ahora no hay nadie. Solo yo, mi libro y el sonido puro del agua. Qué fácil es buscar la paz y, sin embargo, qué complicado es de entender para algunos despiadados que siembran la barbarie. Ante mí, una bella estampa del agua cayendo en cascada con el único fondo del azul del cielo y la luz fuerte del sol. Qué lejos veo ahora las armas. Qué insignificante me siento sentada en este banco de un parque desierto. Qué mundo tan complicado para algunos y que sencillo es para el resto. Ojalá podamos prometerle al sol que nunca más tendremos miedo.