sábado, 2 de diciembre de 2017

La subida a la montaña prometida (Parte II)



Cómo nació el cartel que anunciaba la Subida al Conjuro, la insignia de oro al atleta destacado o por qué una tortuga como logo. Mi padre es el corazón de las grandes preguntas que podrían hacerle a cerca de la Subida al Conjuro de Motril y del C.A. Pazito a Pazito, del cual es uno de los fundadores y del que llegó a ser presidente. 

Pero mi padre, Enrique López, no quiere focos. No destaca entre la multitud. Nunca quiso ser el protagonista de la historia de la carrera, a pesar de ser su promesa la que la hizo nacer. 

Ahora ya no se le ve entregando trofeos porque desaparece cuando nadie lo ve y por eso esta foto es histórica. Él ahora, después de haber estado en todos los planos de la Subida al Conjuro, disfruta de lo más sencillo y lo único que realmente le interesa. Subir. Cada año. A lo alto del Conjuro. Porque lo prometió y porque lo ha convertido en una pasión. 

                  Enrique López le entrega a Martín Fiz la insignia de oro del Club Pazito a Pazito en la entrega de trofeos de la VIII Subida al Conjuro

Mi padre, en estos más de treinta años, solo ha faltado una vez en su propia subida al Conjuro. Una ciática, que recuerda con rabia, lo tuvo apartado un año de aquella cima. Justo el año en que Abel Antón participaba en la prueba. Un año que guarda con cierto dolor por no haber podido “estar”. Aún recuerdo al campeón del mundo en mi casa enseñándonos unos ejercicios para fortalecer la espalda. 


Y con diciembre vuelve a despertar la leyenda del Conjuro, la subida prometida o la montaña mágica. A esta historia se le podría poner tantos títulos como sueños somos capaces de evocar. Mientras recordamos el dulce sabor que luego se deshacía en el paladar en aquellos desayunos matutinos con chocolate y roscos.

Una primera vez, la de aquella promesa, que ha arrastrado a tantas generaciones de atletas a hacer sobrevivir la Subida al Conjuro. Voluntarios, organizadores, participantes. Todo un ambiente expectante que reunía cientos de esperanzas y que se celebra un año más para alegría de los que la vimos nacer. Surgirá de nuevo la intención de superarse, de vencer la altitud por una carretera repleta de panorámicas, la de hacer también su propia marca, su propia tradición. 


Y siempre debería ser así. Una cita ineludible en el calendario. Porque, entre otras muchas cosas, fue un acto que siempre estaba invadido de solidaridad. Gracias a él, a mi padre. Siempre buscando material deportivo para los niños, incentibando el deporte femenino (a cada mujer que subía se le regalaba una zapatilla de competición, lo que provocó que al año siguiente se doblara la participación de mujeres), diseños de sudaderas para cada edición, creando la insignia de oro del club… Tantísimas cosas en favor del deporte. Solo se dedicó, en definitiva, a promover una actitud ante la vida y el deseo de mejorar y superarse.



La carrera estuvo a punto de desaparecer del todo en la edición de 2008. Se recuperó en 2013 y este año volverá, como vuelve diciembre y como vuelve el olor a chocolate caliente a los recuerdos, aunque ya no me despierte de la cama. 

Siempre fue una prueba histórica desde el momento en que mi padre decidió, cuando yo ni había nacido, pasar solo aquella mañana un instante en la cima. La primera vez. Y por ella han pasado atletas de la talla de Martín Fiz, Abel Antón y Paquillo Fernández.


Un año más, la vivirá a su manera, alejado del mundanal ruido. Disfrutándola desde hace ya unos años como mero aficionado al deporte, con su costumbre personal e indemne de subir. Cada año. Siempre. 

El domingo no estará solo y subiremos andando con él. Yo nunca lo había hecho hasta ahora y lo compartiremos, al fin, juntos. Porque nunca es tarde para compartir una leyenda. Porque tengo el honor de tener como padre a una leyenda en sí misma. "El mejor atleta de la parte baja del Guadaleo".





Mi padre, llegando a la meta en una de las ediciones de la Subida al Conjuro