martes, 3 de marzo de 2015

Despertadores de recuerdos


Rémora
Hace poco leí una frase donde aparecía esta palabra y la busqué en el diccionario. 
"Cosa o persona que retrasan o impiden que se realice algo". 

Con la aparición de Internet, ya casi nadie usa el diccionario convencional. A mí me gusta siempre tener uno cerca, en la mesa donde tengo el ordenador. Será por eso del gusto por el papel, que también prefiero leer un libro físico u ojear el periódico en este soporte, que se resiste, por suerte, a morir. Será que lo de siempre funciona, que lo nuevo no nos llena tanto, será que sabemos apreciar la palabra escrita en todo su esplendor, esa vida y ese olor inconfundibles que desprenden las obras impresas.

Y yo que rellenaba las agendas siempre de notas, citas, frases y canciones, más que de tareas o quehaceres pendientes. Yo, que tengo colección de libretitas que guardo como tesoros. Resulta que, en ese ir y venir de ruedas de prensa que antes llenaban mi vida profesional de alegría, una vez me encontré a alguien que me dijo – ¡Anda!, aún utilizáis eso-. Yo, que estaba anotando unas declaraciones, me quedé sorprendida por el comentario, pero seguí inmersa en mi libreta y en mi bolígrafo. Supongo que le parecería raro que ese día no hubiese cambiado el papel por una grabadora.

Con el tiempo me he dado cuenta que el papel es un gran despertador de recuerdos. Y es que con la lectura siempre nos surgen acompañantes, como por ejemplo las cosas que utilizamos de marca páginas. Para el último libro que he leído recientemente, cogí una tarjeta de visita que me llevé de una cafetería madrileña en la que estuve hace unos meses. Necesitaba algo urgentemente y fue lo primero que encontré a mano. 

Y, para el siguiente libro, vuelve a guiarme en la lectura.




Y, sin querer, mirándola llegaron con ella los recuerdos. Tantas veces que, sin conocer apenas la ciudad, dije que Madrid no me gustaba o no me llamaba la atención. Qué equivocada estaba. Cuantas veces juzgamos sin saber y opinamos sin ton ni son. Y, ahora, cada vez que veo mi marca páginas improvisado, vuelvo a esas estanterías de libros, a esas paredes pastel, a esos platos labrados y a esa ventana por la que vi a una pareja enamorada abrazarse. Y a pensar en todos esos sitios a los que me ha llevado un libro gracias a una simple tarjeta, y eso que la historia que éste contenía nada tenía que ver con Madrid. Es el poder del papel, que arrastra momentos mágicos. Los que contiene en él mismo, los que le rodean y a los que da pie en el camino embaucador de su magnetismo.

Son muchos escritores los que piensan que es el papel, al final, el objetivo y el encanto. Hace poco vi una entrevista a Elísabet Benavent, la autora de En los zapatos de Valeria. Ella había comenzado a ser popular a raíz de autopublicar sus libros a través de un conocido portal de Internet. Poco a poco, cuenta, se fue haciendo con lectores que compraron dicha edición digital. Y, gracias al empuje del boca a boca y de las redes sociales, una editorial se fijó en ella y publicó su obra en papel. 

Benavent hablaba de lo especial que había sido ver sus libros en las librerías. Y es que, a la pregunta ¿Qué significó para ti publicar en papel?, ella respondió –Publicar en papel yo creo que es el sueño de cualquiera que se quiera dedicar a escribir. Ir a la librería y ver mi libro ahí fue un sueño hecho realidad. Era el sueño de mi vida.

Al final, está demostrado que ni el papel es una rémora para lo digital ni viceversa. Además, al final si uno quiere hacer algo, la vocación es la gasolina que le ayudará a hacerlo, sea por el medio que sea. 



Últimamente oigo a muchas madres hablar de que sus hijos o hijas no saben qué estudiar, porque se encuentran en el dilema de la crisis y las salidas profesionales que tiene cada carrera. Sus chicos están en el instituto y en esa etapa donde debes decidir tu camino y escoger qué estudios quieres realizar y a qué Universidad ir.

Una amiga me ha hablado en alguna ocasión de su hija, Marta, y de las opciones que baraja. El otro día, mientras tomábamos café lo volvió a mencionar, esta vez delante de ella. En cierta manera me pidió consejo por eso de que yo también estudié en su día. Así que miré a Marta y le dije que no se fijara en las salidas profesionales de la carrera en sí y que estudiara lo que realmente le apetecía, lo que le hiciera feliz. Al final el corazón siempre debe mandar, porque si estudias algo mirando las salidas puedes encontrarte en medio de una vida que te aburre, que no te llena, que te complica la existencia.

La vida al final te puede llevar por distintos caminos, pero el corazón y la vocación llevan la bandera que te identifica, que habla de ti. Yo vivo mi día a día entre utopías y brotes de esperanza, pero soy plenamente consciente de que existe la posibilidad de que no vuelva a trabajar nunca más de lo que me gusta. Pero jamás, jamás, pase lo que me pase y a pesar de todo lo que he vivido, jamás me arrepentiré de haber estudiado Periodismo. Y ahí está la clave, porque el corazón nunca se equivoca.

El Periodismo me dio momentos de felicidad incalculables, eso lo sabe y lo aprecia quien lo ha vivido, y yo he tenido la suerte de trabajar unos años en lo que me gusta y por qué no, disfruto imaginando en que pueda volver a repetirse. Mientras que duran los pies en el suelo, que la belleza de las ilusiones vuele todo lo que pueda, alta y radiante, ella nunca debe apagarse.

Los despertadores de recuerdos acechan en cada esquina, hechos de papel o de bitácoras digitales, ellos siempre suenan con el amanecer de los sueños.