martes, 13 de agosto de 2019

Los mejores días de la vida


Hay que ser muy osado para asegurar en voz alta que un día es el mejor de tu vida. Que en el futuro no habrá un día mejor, que en el pasado ningún día puede hacerle sombra a ése que revolucionó tus tripas y te llenó de plena felicidad. Pero él lo dijo. Aquel pequeño cubierto de espuma tuvo en aquella fiesta el mejor día de su vida.



Desde el que ideó en su cabeza el evento hasta el que limpió aquel patio horas después, donde muchas personas habían bailado entre burbujas y ríos de agua azulada, deberían de sentirse orgullosos porque para uno de aquel ciento era el mejor día de su vida. Para un niño la vida es el hoy, y aquel hoy fue el mejor de su vida.

Reflexioné mucho con aquella confesión. Trabajaba de reportera en aquel evento, tenía que realizar entrevistas, ver el ambiente, poner a los espectadores en contexto. Hice muchas veces la pregunta ¿Te lo estás pasando bien? Aquel niño me contestó eso, de la forma más natural que os podéis imaginar. Tenía sus ojos negros clavados con seguridad en los míos. No supe qué contestar. Qué podría haberle preguntado más. Sobraban las palabras, así que me olvidé de arañar más allá. Estaba todo dicho. Pasé a buscar más respuestas en otros rostros, a sabiendas que lo mejor del vídeo ya estaba hecho. Lo mejor de mi día también había sucedido.



Cuando trabajas en televisión no es fácil sacarles declaraciones a los niños, casi todos lo eran en aquella fiesta de la espuma de su pueblo. Son personas de pocas palabras ante el micrófono porque la mayoría no son capaces de expresar tanta felicidad. Por eso prefieren quedarse mirando a la cámara, sonreír hasta hacer que el frío y distante objetivo de la cámara se vuelva también humano. 


A estos protagonistas lo que les define en televisión es el lenguaje no verbal. Si los dejas libres te dan siempre los planos más bonitos y atrayentes. Se comen la cámara. Lo que sienten ya lo expresan a lo grande con sus comportamientos. Pienso en todos los que vi revolcándose en el suelo blanco, en bebés arrodillados cubiertos de espuma llevándose sus pequeñas manitas llenas de espuma a la boca (no había peligro, estaba todo previsto), en aquella niña haciendo un ángel con sus brazos y piernas, en los grupos de amigos acercándose al cañón de espuma para rociarse de aquella diversión que salía volando. 



Un fragmento de espuma sin forma definida quedó suspendido en el aire. Miré al cielo y lo vi, con aquel fondo azul, los rayos de sol penetrando y haciéndolo brillar. Fue por un instante la única nube que brilló en aquella tarde de domingo de verano. Los demás seguían bailando con la música, disfrazados de blanco, con sus móviles colgados en fundas de plástico, los bañadores para imprevistos y olvidando el calor sofocante que habían pasado en las puertas del patio de la escuela de música, esperando que abrieran la reja y pudieran destapar la alegría que ya empezaban a imaginar y que luego se hizo realidad. 



Me adentré en la fiesta, con el micrófono inalámbrico, sabiendo y queriendo que la espuma también me bañara. Porque si no te mojas con los personajes, la historia no tiene demasiado sentido. Si no te pones en la piel del otro para saber si la espuma pica en los ojos, te deja pegajosa o resulta desagradable, ninguno de aquellos prejuicios que tenía en mente se hicieron realidad. 


Era la primera vez que vivía una fiesta como aquella, la primera que un niño me decía que era el mejor día de su vida. El resto de su vida, en muchas más ocasiones, estoy segura, pensará lo mismo: Éste es el mejor día de mi vida. Pero en esas futuras ocasiones dudará si lo es porque será adulto, la inocencia habrá desaparecido (espero que no del todo) habrá tenido otros momentos grandiosos, ojalá. Ayer no dudó. Me lo confesó a mí, a una extraña. Yo que he pensado tantas veces en las recompensas que me regala mi trabajo y que siempre me quedo corta. Yo que creo atesorar la seguridad de saber cuáles han sido los días más felices de mi vida y, sin embargo, siguen sucediendo cosas maravillosas.