jueves, 4 de mayo de 2017

Diario de viaje I



Los cristales de las ventanillas conocen mejor que nadie nuestras miradas. La tímida, la miedosa, la asombrada. Cuando ya llevamos largo rato en el tren cualquiera que sea la actividad que hemos buscado para entretenernos nos pide un segundo de liberación. Y ahí está. Giramos la cabeza para mirar por la ventanilla. Se mantiene impasible para dejarnos ver el exterior, ese que llegamos a echar tanto en falta en largos trayectos. Y nunca defrauda. Siempre hay algo que nos llama la atención. Lo suficiente que necesitábamos para pensar, para desconectar. A veces es una simple nube, otras una desértica planicie llena de posibilidades ante un diario aun vacío.


En este cuaderno de viaje, el de nuestra luna de miel, hay gran variedad de ventanillas. Coche, ave, avión, barco, metro, cercanías, autobús. Suele pasar cuando sales de casa en coche para dejarlo cerca de la estación del ave y si al llegar a Madrid debes coger un avión al aeropuerto de Bari y luego embarcas en un crucero, del que por cierto tendrás que desembarcar más de una vez en lancha. Otro medio de transporte más, eso sí, esta vez sin ventanillas. Total, no te da tiempo a desear momentos de desconexión cuando estás descubriendo ante ti la isla griega más visitada del mundo. 




Lo que más disfruté del crucero fueron los románticos atardeceres que vivimos desde el balcón. Y, escribí estas líneas justo ahí. Mientras el barco, a su paso sobre el mar va dibujando pequeñas olas afiladas que se marchan en forma de diminutas estelas de espuma. Desaparecen una y otra vez entre instantáneos periodos de espacio y tiempo. El sol rosado se va escondiendo tímido entre nubes rayadas. Sobre naranjas y violetas se extiende hacia nosotros apoderándose de todos nuestros sentidos. Como intermediario el mar que, espejo natural, invitó al atardecer a recrearse en su propia belleza.


Cada día las incesantes olas continuaban su camino de agua, salpicando el mar de los sueños que se iban quedando atrás. Submarinos eran ya los recuerdos del puerto anterior, empujando blancas burbujas de secretos que estaban por descubrir. Y en la superficie se apreciaban lo que parecían ser redes blancas formadas por los surcos de las olas. Telarañas que se enredan en el azul oscuro peleando en una incesante marejada. 



Volvimos al camarote después de la cena, los espectáculos y la compañía. Antes de dormir había que volver afuera, daba igual el posible frío. Ya en la inmensidad de la noche sobre un fondo negro vimos luces a lo lejos. Probablemente de otro gran barco que hacía su particular envestida hacia otro lugar desconocido. A mi alrededor solo oía el movimiento de las olas que iba provocando el crucero en marcha. La espuma era ahora más blanca que antes gracias a las luces de cubierta. Y en el lienzo que va creando distinguí los huecos turquesas y profundos que no cesan y se van perdiendo a gran velocidad. Escupen pequeñas ráfagas blancas que, remolinadas, muestran su furia de paisajes abstractos.


Cuando observas el oscuro cielo ves a las pequeñas estrellas, agradecidas de la poca contaminación lumínica al abrigo del mar, en medio de la nada. Preguntan a las recortadas olas hacia donde se dirigen y ellas con su espuma van trazando su camino de desordenados zig zags que alzan sus brazos de agua salada. Parecía que hablaban entre ellas, de la misma forma que hablan el pájaro y la rama, sin ser conscientes del lenguaje propio que crean con solo compartir escenario. 


Miro hacia la popa. El mar se calma tras el paso del barco. Vuelve a ser libre para esperar a otros pasajeros ávidos de puertos ingobernables. Y la estela deja sitio ahora a nuevas ilusiones marineras. El destino a mi derecha en la proa, en cambio, permanece en negro durante la noche, ansiando nueva espuma que le marque posibles aventuras. Vuelve la mirada pensativa y el balcón actúa de ventanilla. Solo que el aire golpea más fuerte cuanto mas me asomo. Pero el negro seduce y no sé si podré dormir dentro sintiendo tanta belleza fuera.


Ya por la mañana solo tengo que estirar el brazo para mover la cortina. Y ahí sigue. El imponente mar. Sin despertador, el azul golpea el cristal. Es mágico descubrir como un simple color agarra el buen humor entre las sábanas. Me desperezo y salgo al balcón. Delante de nosotros ya se va viendo la costa croata, aquella mañana estábamos llegando a Dubrovnik. 



Te agarré el brazo y apoyé mi barbilla en tu hombro, de pie en aquel cercanías atestado de gente.Tu hiciste un pequeño giro de cabeza y me diste un beso.
Tenía los ojos cerrados y la sorpresa me hizo sentir cosquilleo en los labios
Los fuegos duraron un instante mágico
Pero el hormigueo perduró todo aquel trayecto en el que el resto del mundo se esfumó entre las vías
 
 

 
Continuará...