jueves, 20 de junio de 2019

La música que convirtió un día malo en un día para recordar


Hay días que no empiezan bien, pero tenemos nuestra actitud y las palabras del gran Punset, "El secreto de la felicidad yace dentro de uno mismo". Así que, lejos de regodearme en la maraña, lejos de huir, me quedé a conquistar (a mi manera) un castillo y me hice amiga de unas escaleras de piedra donde escribir y respirar. No podía cambiar el principio, pero sí el final. Lo tuve fácil, estaba en el encantador pueblo malagueño de Álora.


Escogí aquel bar porque la música salía a la pequeña plaza, porque al entrar el dueño cantaba a pleno pulmón, porque había un coqueto tablao flamenco, una guitarra negra, y un aura diferente que vibraba por cada rincón de aquel La Esquinita Bar. Y sí, también porque el día había empezado  mal y había que darle la vuelta.

Así que entré, no lo negocié conmigo misma. Y allí desayuné mi pitufo con jamón serrano junto a mi pequeña libreta roja de Tiger que ahora me acompaña a todas partes y cuyas hojas no me dejaban comer, necesitaban que les prestase atención. Qué poco les gusta a veces estar en blanco.


Con medio bocado ya tenía en la mano mi bolígrafo “Todo es posible si lo intentas” que me regaló mi querida Tati en Madrid. Qué tontería podría parecer tener una frase en la mano, y que en serio hay que tomarse el instantáneo chute de energía que te recorre al leerla. Las palabras son tan rápidas como la electricidad.


Estando allí sentada la música logró canalizar el buen rollo desde mi cabeza, predispuesta al olvido, hasta mis pies, abriendo a su paso más canales y distribuyendo toda una corriente de felicidad, como si el dueño tuviera la lista de reproducción perfecta para cambiar “un día de mierda” por “un día maravilloso”. 


Sonó Nací en el mediterráneo de Serrat mientras el segundo café de la mañana ocupaba el lugar del primero, que se había quedado en el asfalto de la carretera o que, de tanto estar en los talones, se había perdido por las calles mientras había estado haciendo los recados que me habían llevado a Álora.

“Hoy el café doble”, dijo una chica que acababa de sentarse dos mesas más allá. “Que hace falta”, añadió. “Otra que no tiene un buen día”, pensé. Me invadió la sensación de estar en una sala de rehabilitación emocional, el lugar donde atrapar la alegría con un imán, donde dejar la preocupación en los posos del café. Imaginé que alguien podría coger aquella guitarra en cualquier momento. 



No dejé que el dueño se disculpara conmigo por cantar. Por el amor de dios, que cantara. “Cante”, repetí como una oración en mi cabeza. Y el señor sonrió y siguió bar a dentro dejándose las cuerdas vocales junto a Luz Casal (y cantaba bien). Su devoción por la gallega quedaba más que en evidencia.


Me fui de allí canturreando “cada momento era especial, días sin prisa, tardes de paz. Miro hacia atrás y busco entre mis recuerdos”. De pronto, la imagen del castillo de Álora desde la carretera y que había visto tantas otras veces, sacudió mis recuerdos, entendí que era un preludio de felicidad. Días sin prisa. “¿Qué tengo que hacer ahora?”, pensé. “Nada”, me respondí. De pronto, aquel martes era un día sin prisa. Decidir subir a aquel castillo fue un momento especial. Desde entonces busco entre mis recuerdos… 


En aquellas escaleras de piedra anoté:

Lamento que ruido de fondo, el del tráfico, rompa el silencio que se vive en la explanada mirador del Castillo Árabe de Álora. En el ratito transcurrido aquí, en este escritorio de piedra improvisado el ruido de pájaros se mezcla con las conversaciones de turistas extranjeros que visitan el complejo. También he visto a una mujer y a su hija con un ramo de flores, se dirigían a buen seguro a la Iglesia del Cerro de las Torres, sólo queda de ella una pequeña capilla donde descansan tres imágenes de gran devoción en este pueblo. 



"Las personas cambian cuando se dan cuenta del potencial que tienen para cambiar las cosas"

Paulo Coelho



lunes, 3 de junio de 2019

Los grandes recuerdos que no metimos en la maleta

Independizarse siempre es un gran momento. Trasladas "todas" tus cosas a un nuevo hogar, sí, pero siempre te dejas muchas otras en casa de tus padres. En mi caso, vuelvo bastante a menudo y cada fin de semana que regreso a la que fuera mi habitación miro en los cajones y en los armarios por si descubro "tesoros" que no sabía que echaba de menos o que quiero volver a revisar. 


Ha sido el caso de la carpeta de hojas, con sus sobres compañeros, (primero fue mía y después de mi hermana) que coleccionábamos en la infancia y que me llevaba a muchos recreos del cole o que sacaba a mi calle para intercambiarlas con mis amigas. Había diseños de todo tipo, colores y formas pero lo que más caracterizaba a las cartas era su agradable perfume. Algunas de las nuestras, a pesar de los años, siguen desprendiendo olor.



Me ha alegrado bastante saber, a través de Instagram, que muchas os habéis sentido identificadas también, que incluso proponéis que vuelva esta moda o que reconocéis que teníais la misma afición y me habéis comentado si conserváis dichas cartas o no en la actualidad. Nos une un recuerdo precioso de un hobby común que durante mucho tiempo nos brindó tantas alegrías cuando éramos pequeñas. Buceando en la web me he encontrado en venta cartas perfumadas catalogadas como "documentos antiguos". Aunque no son muy frecuentes, no ha desaparecido del todo.


Los recuerdos más bonitos que tengo de aquella época eran los relacionados con la papelería donde mi madre me las compraba. Ese momento en que el señor te sacaba todo el abanico de posibilidades. Qué maravilla de sensación. Entonces tu madre sólo te dejaba escoger una libreta de hojas, pero daba igual porque el instante de decisión era pura felicidad. Siempre me quedaba con la portada y/o con un ejemplar de mis favoritas que no cambiaba con nadie. Luego, claro, conforme pasaba el tiempo tenía más valor. Los años 90 dejaron huella.


Además de revisar recuerdos de infancia, recuerdo haber encontrado hace tiempo una bolsa de plástico olvidada en el garaje de casa de mis padres. Estaba repleta de antiguas camisetas de deporte de mi hermano que él ya no se ponía. Decía que tenía muchas por su afición al atletismo, en las carreras siempre le regalan alguna, así que me quedé una que encontré en aquella bolsa y que era perfecta para el verano. Aunque tallas más grande, había que reconocer que me quedaba mejor a mí.



Este pasado fin de semana di con ella rebuscando en uno de los cajones de mi antigua habitación en casa de mis padres a la hora de vestirme para ir a hacer deporte con Coco. Recordé que la había rescatado de aquella bolsa y estaba lista para usar. 

Andando a paso ligero camino a la playa, con la correa de mi perro enredada en mi puño, me invadió una gran sensación de libertad que no llegaría nunca a explicar con tanta precisión como lo hicieron conmigo los sentimientos felices en aquel instante. Me sentía maravillosamente bien en aquel tejido y en aquella íntima conversación interior en el mejor momento.


Pudo ser el bienestar de la caminata en mis piernas, mis brazos desnudos al sol, el atardecer próximo entre las montañas, el asfalto esperándome a cada paso, llegar a la orilla de la mar azotada por la espuma blanca, las gaviotas volando o simplemente sentir dulces orígenes proyectados bajo el techo azul de mi ciudad predilecta. Pudieron ser muchas cosas, o un cúmulo de todas, las responsables de aquel momento fabuloso de desconexión, pero fue aquella prenda la que me enseñó que siempre podemos volver al lugar donde somos felices dentro de nosotros mismos.



No sé cómo lo hizo aquel tejido masculino para hacerse tan rápidamente amigo del viento sobre mi piel.  Llegó a importarme bien poco cuántos kilómetros habían sumado mis pasos acelerados. Comprendí que el rescate de aquella prenda olvidada fue un paso previo a aquella ferviente y fugaz felicidad. Que tenía que encontrarla para encontrarme. Que, por alguna razón, la camiseta debía tener otro dueño antes para ser mía después. Que teníamos que ser amigas a través del tiempo, como lo fui en su día también de esa costumbre de adquirir, coleccionar e intercambiar las cartas perfumadas.


Con ella puesta aquel día olvidé lo que me había preocupado durante tanto tiempo y sudé una corriente de instantes de absoluta paz. Aquella carretera dirección al agua salada no era una competición ni un reto. Rescaté una belleza interior de algún rincón inexplorado. Y cuando llegué al mar cambié el itinerario, viré los pasos, quise más. No estaba aún preparada para que acabara y alargué el camino cuanto pude antes de volver a casa. Siempre pienso que sentirse así de bien equivale a un nuevo comienzo.


Vivimos ansiando toparnos con el momento perfecto entre los nuevos acontecimientos de nuestras vidas y éste llega cuando menos lo esperas. Del ayer se coge sólo lo estrictamente necesario en cuestiones emocionales, hay que mirar para adelante. En cuanto a las cosas "olvidadas", siempre pueden tener otras vidas y destinos, ellas estarán ahí para recordarnos grandes momentos y para regalarnos otros nuevos.




“De todas las mujeres que habitan en mí, juro que hay algunas que ni yo conozco”

                                                         Vanesa Martin