viernes, 27 de octubre de 2023

Un bien de interés emocional

Casi da vértigo pasarse por aquí después de tanto tiempo. Pero me lo habéis pedido y, sinceramente, tenía muchas ganas de volver. Y quiero hacerlo compartiendo una noche que fue muy especial por todo el cariño recibido. La noche en que di el pregón en mi barrio, en mi querido barrio de Las Angustias. 

Fue el seis de octubre, rodeada de familia, rodeada de personas que son muy especiales. 

Solo me sale dar las gracias, porque una nunca espera sentir tantas cosas bonitas. Ni tampoco esperaba que los recuerdos y vivencias que relaté en ese pregón despertaran sentimientos en otras personas, y mucho menos que los compartierais conmigo. 

  ¡Es que fue tan bonito! Gracias. Por aquí os dejo el pregón.

 

Hay un ejercicio muy sano que dicen que favorece la felicidad. Consiste en hacer cada día una lista con las cosas por las que estás agradecido. Una de las cosas por las que estoy agradecida a la vida es por ser parte de este barrio.

El barrio de las Angustias es para mí un Bien de Interés Emocional. Porque pasear por sus calles es un viaje en el tiempo y una oportunidad de estar con los seres queridos, los que están y los que ya se fueron. Me recuerda a mi niñez, en nuestra casa frente a las nazarenas, donde nací y pasé los primeros años de vida, a las romerías vestida de gitana subida al camión de mi tío, que engalanábamos para la ocasión, a la feria en el descampado que había debajo de la ermita.

Estar aquí multiplica la vida.

Pasar por la calle San Ricardo, donde vivían mis abuelos, multiplica mi vida, me hace feliz. Bajar la calle de las Monjas y saludar a la Pepa o a María José, tocar a la puerta de mi tía Mari Carmen y poder abrazarla, abrazar a la Tata, visitar la academia Virgen de las Angustias, verlas bailar. Pensar que por fin vivo cerca de mis padres, en el refugio de su cariño y afecto, me hace inmensamente feliz. Qué hay más importante que nuestra identidad, nuestras raíces, las personas que nos importan, los lugares que se alinean con nuestros valores. Los momentos que nos llenan son nuestro patrimonio, habla de nosotros y quienes somos. Este barrio habla de mí y de ustedes.

El otro día estaba tomándome algo con unas vecinas de este barrio, con personas vitamina con las que uno tiene la suerte de toparse en la vida. Nos lo estábamos pasando muy bien, todas llevábamos mucho sin salir… En un momento de la cena una de ellas, se volvió hacia mí, fijó sus ojos en los míos y me dijo con una poderosa certeza que me envolvió… “Ay que ver, lo importantes que son estos raticos. Qué más da si tenemos más o menos ropa en el armario, da igual. Lo importante son estos ratos”.  

Me quedé pensando en la sabiduría de sus palabras. Lo mejor de todo fue la expresión de su rostro mientras nos mirábamos. Recuerdo que nos quedamos un segundo en silencio mirándonos. Y me vinieron a la cabeza esos momentos en que los vecinos sacáis la silla al tranco de la puerta durante las largas noches de verano y compartir charlas y anécdotas. Esos ratos y todos los que nos quedan por vivir en estas calles, es lo realmente importante. Sumar días y vivencias.

 

Y aquí está, este instante. En el que celebramos nuestra unión al calor de un escenario donde artistas del barrio van a expresar lo que llevan dentro y nosotros desde ahí abajo disfrutando del espectáculo, de risas y baile. Qué suerte la nuestra.

Hagamos un pacto con la alegría. Con ese poder que tienen las tradiciones, que nos recuerdan lo especial que somos simplemente por compartir un mismo barrio.

Brindemos esta noche porque estamos aquí, disfrutando un año más de nuestras fiestas. Hagamos ese pacto para seguir sumando cosas por las que estar agradecidos. Aunque sea solo por unas horas, finjamos que no hay problemas, temas pendientes o asuntos que amenazan con robarnos la sonrisa. Y centrémonos en nuestros días grandes, nos los merecemos por ser un gran barrio.

Ya lo dice la canción que cantan en las novenas. La virgen de las Angustias, que adora Motril entero. Nos quieren en toda la ciudad, por algo será. Porque somos grandes. Un barrio humilde, sencillo, lleno de personas BUENAS. Somos, el barrio de las Angustias. Y lo digo con el pecho henchido de orgullo. Viva El barrio de las Angustias, pero, sobre todo Viva su gente.

Viven aquí mujeres cuyo afán de superación es para mí fuente inagotable de admiración y de continua inspiración. Muchas han perdido lo que más aman o han sufrido y pasado por tremendas dificultades y, aun así, se levantan cada día haciendo de esta vida un lugar mejor para los que las rodean. Ni se dan cuenta que logran ser un espejo en el que muchas queremos mirarnos. Las generaciones más jóvenes queremos ser tan fuertes como vosotras. Gracias por vuestro ejemplo, gracias por hacer de lo aparentemente rutinario algo extraordinario.

Son las mujeres de este barrio, el de las Angustias. Mujeres que organizan estas fiestas dejándose la piel, mujeres que tienen la llave de la ermita, que recitan el rosario movidas por una fe inquebrantable. Mujeres que cantan en el coro con la convicción de estar haciendo algo que les encanta y que les hace felices. Mujeres que enseñan a bailar a generaciones enteras, y que viven con pasión cada actuación detrás de los escenarios. Mujeres que se apuntan a esas clases porque esa hora de baile juntas es la mejor del día. Por ese “Menudo ratico bueno hemos echado” que es toda una declaración de intenciones y de esperanza.

Una nueva vida me alejó de mi barrio en 2017. Y me llevó a Málaga. “Ohhhh qué bonito vivir en Málaga”, me decían constantemente. Pero yo sólo ansiaba el momento de volver a pisar estas calles. Estas calles que he recorrido tantos años de mantilla y peina sobrecogida por seguir los pasos de mi preciosa virgen de las Angustias.

Regresar ha sido sin duda de lo mejor de este 2023. Regresar a mi barrio está en cada lista que escribo, cada día, de las cosas por las que estoy agradecida. Y un día cualquiera sonó el teléfono para ofrecerme la oportunidad de ser pregonera. Y con el paso del tiempo llegaron las felicitaciones. Pero yo estaba tan nerviosa porque no sabía por dónde empezar a describir todo este manojo de sentimientos y recuerdos que os he desgranado. No sé si lo habré logrado, lo único que tengo claro es que sólo tenemos una vida y el paso del tiempo me enseñó que solo merece la pena ir a los lugares donde te traten bien, donde haya gente que te quiera y te sonría y donde sientas que perteneces. Este barrio está alineado con mis valores. Con la familia y la amistad, con la fortaleza de los recuerdos.

Regresar con mi gente, seres queridos que viven de norte a sur a lo largo de la emblemática calle de las Monjas es de lo mejor de este año.

Porque soy de las que piensan que hay que volver al lugar donde eres feliz.

Y estoy agradecida a la vida por haberme devuelto aquí.

Gracias por confiar en mí. Gracias por todo vuestro cariño. Gracias.

 

jueves, 20 de octubre de 2022

El ladrón de momentos

Hay días que noto mucho los efectos nocivos del abuso el móvil, de pasar tantas horas frente a la pantalla. Y me digo que lo voy a abandonar un rato largo para desconectar, pero entonces necesito cogerlo para algo del trabajo o para enseñarle una foto a alguien o para mirar la lista de la compra. Y así, no hay manera. Lo peor es ese pensar “por una vez más que lo coja no pasa nada”. Lo uso mucho para hacer fotografías y se llena la memoria enseguida. Hoy he pensado que de seguir así corro el riesgo de vivir dentro de una fotografía en vez de en la vida real.
 
 
Hay días, que, de verdad, tiraría el móvil por la ventana. Últimamente, es una relación de amor odio porque me doy cuenta de la dependencia que crea y de que escapar de ella parece imposible. Es en esos momentos que me acuerdo de un amigo que no tiene ni siquiera WhatsApp y pienso, qué feliz debe vivir.
 
El sábado fuimos a comer los tres a un restaurante que nos encanta. Cuando estábamos terminando se sentó en la mesa de al lado una familia y nada más acomodarse sacaron todos los móviles y así estuvieron hasta que les trajeron los platos, los tres sin hablarse, ni una palabra. Creo que es fácil de imaginar y os sonará la escena. Caí en la cuenta de que nosotros no habíamos tocado el móvil en toda la comida, solemos hacerle fotos al peque así que hubiese sido lo “normal”. 
 
 
Mientras estás con el móvil es como si tu mente se introdujera en una nebulosa, lo cogemos casi siempre por inercia y nos genera en realidad un vacío. En aquel bar disfrutando los tres de nuestro tiempo dejamos en el bolso al ladrón de momentos y nos sentimos plenamente conscientes de lo que estábamos viviendo. Sin decidir previamente apartarnos del móvil, simplemente actuando como si no existiera. Como si fuésemos todavía esos niños que crecieron sin conocer toda la tecnología que ahora nos acapara. Me da pena que hoy en día nos cueste tanto lograr que todos los momentos importantes sean así, ausentes de pantallas. 
 
Con esto del uso del móvil también recuerdo mucho una anécdota. Un día le pedí a una amiga que me hiciera una foto con el móvil pero se negó en rotundo. Me llevé una sorpresa y una desilusión. Pasaron las horas y la casualidad hizo que nos quedáramos las dos solas a la hora del café en la terraza. En silencio, fue un momento de bastante paz porque estábamos en mitad del campo. Y, sin mencionarle el asunto anterior (ya se me había olvidado) ella comenzó a relatarme lo agotada que estaba del trabajo. Cogió un momento el móvil y lo soltó asqueada contándome que tenía muchos emails que contestar y no podía más. “Y por eso no quería coger su Iphone, es que estoy harta. Y tengo que cogerlo sí o sí por trabajo”, me dijo. Yo no le había dicho nada, pero se ve que ella se sentía algo mal por no haberme hecho aquella foto y necesitó desahogarse. Comprendí la importancia de no juzgar a la ligera. 
 
El otro día hablaban de la sensación de falsa felicidad que nos aportan las redes sociales, del consumo de vidas ajenas que parecen perfectas. Esa pequeña adrenalina inconsciente que sientes mientras tu dedo se mueve en dirección al icono de la aplicación. Y se abre, y la pantalla se ilumina. Y hay ritmo. Y sientes curiosidad de ver qué pasará ahí dentro.   

martes, 4 de octubre de 2022

Como yo te amo, Chipiona

Nuestras vacaciones comenzaron un lunes, por una semana dijimos adiós a la rutina. En la hoja de ruta un destino gaditano, Costa Ballena. Nada más entrar al hotel nos tropezamos con la cola de recepción, que era bastante voluminosa y larga, donde se confundían las personas y las maletas, niños en sus carros o en mochilas sobre el pecho de sus padres. Todos con los ojos expectantes disimulando paciencia. Al fondo, tras una gran cristalera con dos juegos de puertas a ambos lados que se abrían y cerraban con el paso de la gente, se podían ver muchas palmeras. Mi intuición buscaba el azul de la piscina.


A través de toda aquella cola distinguí en la distancia a dos de mis hermanos que ya estaban en el mostrador central. Fui hasta ellos disparada, como el que corre para que no se le escape el autobús. Me parecía mentira que por fin estuviéramos allí, todos juntos. También era por mis piernas, que estaban agradecidas por salir del coche. Con el subidón, la chica de detrás del mostrador me pareció la más simpática del mundo. Anduve emocionada toda aquella mañana, que acabó con el mojito de rigor en el bar de la piscina, invadida por la alegría de las expectativas.

Era cinco de septiembre y muchos ya daban por finiquitado el verano. Para nosotros esa idea era inconcebible, teníamos las habitaciones reservadas desde mayo. Hacer el check-in fue liberador. Recuerdo cuando era pequeña y la llegada de septiembre suponía un drama. Tenía que despedirme de amigos, de los días sumergida el agua y aceptar que las mechas rubias, que el sol serpenteaba durante todo el verano en mi pelo, no tardarían en borrarse como un nombre en la arena. Gracias a que, con los años, septiembre llega a significar más un hola que un adiós. 

 

Quiso la casualidad que nuestra semana en Chipiona coincidiera con los días grandes del pueblo. Y vimos a la Virgen de Regla saludar al cielo anaranjado del atardecer sobre un manto de gente inundando el paseo marítimo. Me acuerdo de aquella tarde cuando veo a Diego jugar con la pequeña guitarra de madera que le compré en uno de los puestos de la calle. Solo con verle meter sus deditos entre las cuerdas se despiertan los recuerdos. Aquella tarde pasamos frente a la fachada de la casa donde había vivido Rocío Jurado, frente a la puerta estaba el reportero de Sálvame, Jose Antonio León, esperando la conexión en directo con el programa. Estaba firmando autógrafos rodeado de multitud de curiosos eufóricos. Qué algarabía se formaría entonces en aquellos tiempos cuando Rocío se asomaba al balcón, me pregunté.

Llegamos a tiempo al hotel para la última cena que nos esperaba en un sitio muy especial. Esa noche disfruté de las últimas imágenes de los jardines y la piscina brillando por los focos azules. Nos marcamos alguna canción con aquella guitarra, nos deseamos buenas noches y a la mañana siguiente, sin querer escribir "la última mañana", saludábamos de nuevo a la playa de las tres piedras. Nos hicimos las fotos de familia que no nos habíamos hecho en todo el verano, construimos castillos, nadamos intentando que el agua nos cubriera y como vimos que no jugamos a saltar las olas. Y nos confundimos con el paisaje como si nos hubiésemos colado dentro de un cuadro. Dormimos sobre la arena, paseamos mucho.

Cada día comenzaba bien temprano viendo como salía el sol desde la playa y dando un paseo persiguiendo conchas. Un día Silvia y yo nos pusimos música e hicimos bailes con nuestras sombras proyectadas en la arena. Nos grabamos nuestros pies pisando arena firme para tener constancia de nuestro paso por la bella Chipiona. Fuimos escuchando Amor amé o A contracorriente. El día anterior habíamos estado visitando el museo de la más grande y a Silvia le apeteció escuchar sus canciones. Y así continuamos, escuchando Como yo te amo en la voz de la gran Jurado y mirando la inmensa extensión de tierra mojada.  

Aquella playa era un paisaje canela, plano, interminable de arena fina y olas escalonadas que al romper sonaban a lluvia. Rocas negras misteriosas, que emergían antes del atardecer y por la mañana ya no estaban, jugaban con las mareas durante el día en las profundidades. Ibas encontrando por el camino conchas que brotaban de la arena como flores sobre el césped, mientras el viento soplaba y se llevaba los males al despeinarnos.  

Y pusimos fin, cuando el sol ya estaba bien alto, a un viaje que se convirtió en un espectáculo para los sentidos. Hay quien recuerda esa playa soltando lágrimas de impotencia, porque la acarició pudiéndola haber devorado. Un punto en el mapa que, a pesar de todo, se convirtió en un recuerdo familiar incalculable.

 

 

El jet lag es una forma de nostalgia

                                Rodrigo Cortés