martes, 26 de marzo de 2019

Lo que te hace feliz al instante


Los días van demasiado deprisa y, en esa corriente, lo único que detiene el tiempo son los detalles que nos hacen felices.


Esas “tonterías”, memeces, cursiladas, pequeñeces, que dibujan una sonrisa en nuestro rostro e inyectan endorfinas, dopamina y serotonina en nuestro ser. 


Si quieres jugar, no lo hagas al escondite con ellas. Muéstrate y la felicidad te encontrará. 

 
Leí una vez que para tener eso que llaman “suerte” había que estar totalmente abierta a la vida, a todo lo que te pase. Estar despierta. Saber ver la oportunidad y aprovecharla. 

La vida parece detenerse cuando tienes que tomar alguna decisión. Y si te fijas aún más notarás la visita de la sabia intuición que, en el fondo, siempre sabe lo que hay que hacer.



¿Qué me hace feliz al instante?


Que la gente a la que quiero esté sana. Hacerles sonreír. Tener detalles bonitos con ellos. Escribir sobre ellos y que sonrían. Aunque yo no los vea hacerlo.

Un abrazo con los ojos cerrados
Un beso con los ojos cerrados
   Comer sushi y que se te cierren los ojos

Un “Te quiero” en un post it 

Las reuniones familiares.
   Que cuando alguien pregunte ¿Quién va a comer hoy a casa? Todos los hermanos contestemos: Yo. Yo. Yo. Yo. 

Caminar descalza por la orilla de la playa

Ver el tren pasar desde la ventana de la cocina

Un ataque de risa

Las palmeras de chocolate


Un diente de león
   El viento volando las semillas de un diente de león
   Las semillas que metiste en aquel bote. Ese bote sobre la mesa

Las flores que cuando se secan permanecen igual, como las siemprevivas

Un cuadro pintado por mamá
Un vestido hecho por mamá
La sopa de mayonesa de mamá
   Todo de mamá
Los consejos de papá
Los chistes de papá
La sabiduría de papá
   Todo de papá


Una ventana con vistas al mar

Un faro
La luz del día entrando en mi salón
La luz sobre las letras impresas

Ver libros
Leer, aunque sea una frase

Nuestras fotos. Todas. Querer tenerlas todas en papel
   Todo en papel. La prensa. Una buena historia


Las sandalias negras

Los sombreros. Ver a alguien con sombrero

El amor según Benedetti

Los libros de Máxim Huerta y Albert Espinosa

Las sábanas de “pelillo”

El verano en Salobreña

El salmorejo cualquier día del año


Las estrellas. En un bolso, en un cojín, en el firmamento.
  
   Saber por fin qué me voy a tatuar. Decírselo a mi hermana

Esperar el arrebato de hacerme un segundo aguajero en la oreja derecha

La agenda Erik rosa con flores negras que me regaló el dueño de la tienda de aquel frío hospital


Un beso de mi marido. Otro. Otro. Otro. Otro.
   
La sudadera gris sobre Londres. Comprada en Londres. 
   Ese mes en Londres

Coger piñas en el campo. Verlas después en la estantería. 


Encender las lucecitas blancas que metimos en aquel botijo de cristal

Un colacao caliente con galletas María

Que mis sobrinos me llamen tita. Sus sonrisas. 
  
Las camisas blancas

Los vestidos largos

Las margaritas



Las hojas marrones del otoño en el suelo. Por el aire.

Salir a correr. Salir. Correr.

Cabo de Gata al amanecer. Al atardecer. Al anochecer.


Aquel café frente al acueducto de Segovia

Escuchar el mar embravecido desde nuestro crucero

Imaginar el día que pise Nueva York

Un cuadro de Monet

Aquel helado en la Plaza Navona de Roma
Aquel baño en la Isla Di Capri
   Italia entera

(...)

Y que todo esto (y más) defina La importancia de un instante. Lo ves. Lo sientes. Lo sabes. Ese instante ha cambiado tu vida y su importancia es para ti tu más ferviente tesoro. Haz una lista y déjate llevar por la felicidad.

miércoles, 20 de marzo de 2019

El refugio que encontramos en los demás


Las personas podemos convertirnos en el refugio de otra en cualquier momento. No nos preparan para ello pero podemos escuchar y trabajar la empatía, recordar que siempre es mucho más difícil para él o ella contarte eso que le preocupa que para ti oírlo. Y qué importante también es ser tu propio refugio y mantener la calma para sobrellevar las circunstancias que se presentan en la vida.


Por ejemplo, no elegimos cuándo rompemos a llorar, ni delante de quién. Un desconocido, un amigo, incluso la última persona que quisieras que te viera mal. El desahogo espontáneo casi nunca llama a la puerta ni elige el momento. Acude, y apáñatelas como puedas. Y, para qué hablar de cuando ni se puede llorar, ni se sabe expresar un torbellino interior.

Ayudar a los demás es lo más gratificante que puede hacer uno en esta vida y cuando alguien de tu entorno está mal es impresionante cómo se hace piña entre familiares y amigos, cómo se trabaja en equipo, y lo mucho que aprendes conociendo más historias de personas que no pasan por un buen momento.
Nunca seremos capaces de calcular el valor de una llamada, de una simple compañía. Estar, en todos los sentidos, con los que necesitan que estemos.


Todos deberíamos aprender sobre gestión emocional, en ese sentido vamos un poco “a lo loco”. Mi hermana el otro día me contaba que sus compañeros y ella (enfermeros) se habían emocionado mucho compartiendo experiencias propias en un curso sobre esta materia. 


Ella está especializándose en salud mental y convive muchas horas con pacientes muy especiales, la van dirigiendo por caminos inexplorados, llenos de descubrimientos vitales, y ella, me cuenta, intenta aplicar todos los valores que le enseñan esas personas en su día a día. Mientras tanto, en la calle estos profesionales luchan para conseguir más plazas públicas para que esta especialidad, tan necesaria en los hospitales, no esté tan olvidada.

Voluntariado

Una buena amiga me contó que últimamente va al centro de su hermano como voluntaria, donde hay muchas actividades donde ellos se sienten realizados. A pesar de tener 23 años, este chico, como el grupo de compañeros de los que se rodea, tiene la edad mental de un niño de 9. Me explicó que el otro día estaba con ellos en una de las actividades “y uno de sus amigos, que sólo me conoce de las veces que voy allí, me miró y me dijo “Te quiero”. Qué emoción, me salió una lágrima. ¡Allí se vive el amor de una manera tan pura!”. Imaginaos cuánto se puede aprender de estas personas.

El relato de su instante mágico hizo que recordara mi visita a APROSMO, concretamente a la residencia para personas con discapacidad, con motivo del reportaje que iba a escribir para su revista. El lema de la asociación no podría ser más descriptivo: Lo esencial es invisible.  

Entras por la puerta de aquel hogar con tiento y sumo respeto, sientes que “invades” la intimidad de cientos de personas, mientras que ellos, al verte, te abrazan y besan sin conocerte de nada. Se quieren quedar contigo, adivinan lo que te duele y te curan. Os aseguro que, cuando pasas tiempo con ellos, se te olvida que tienen alguna discapacidad. Nunca olvidaré aquella tarde que compartimos charlando, la menda que entró allí no fue la misma que la que salió después por la puerta.

Hoy resulta que se celebra el Día de la felicidad. Me parece tan relativa a lo que uno mismo entiende, a que encontrarla o no depende de nuestra actitud, a valorar las pequeñas cosas de la vida. Decir que me parece bonito dedicarle un día para no olvidar lo primordial que es hallarla en cada refugio, en cada persona, en cada lugar que llamamos hogar.


Nos queda todo por aprender de los que saben ser felices con poco. Leo en Twitter esto acerca de la felicidad: “¿Sabías que varios neurólogos afirman que nuestro cerebro no está preparado para encontrarla? Nuestro organismo está listo para sobrevivir, no para buscarla”. Después de estas dos semanas en la planta de neurología con mi padre y de su regreso a casa, pongo en duda esta afirmación.

Cuando estamos en el hospital nos despedimos de los conocidos que nos encontramos por el pasillo (o que nos visitan) con un “que la próxima nos veamos en otro lugar”, haciendo referencia a las ganas de recibir el alta y reencontrarnos en sitios más agradables. Con esa pequeña frase vamos también refugiándonos en los demás.

Ayer en la peluquería, ya me habían lavado el pelo y cortado las puntas cuando la dueña del establecimiento cogió el relevo y encendió el secador para terminar el pequeño cambio de look que me estaba haciendo. La madre de ella está gravemente enferma. Al preguntarle cómo estaba, sus palabras fueron poco a poco tornándose en llanto mientras se desahogaba.

El ruido del secador quedó en un segundo plano mientras me alisaba el cabello a golpe de rulo. Clavé mi mirada en ella, quien nunca bajaba los brazos ni alteraba el ritmo de trabajo a pesar de su tristeza y las palabras de rabia: "Qué injusta es la vida", decía entre sollozos (su madre solo tiene 71 años). 

Sus lágrimas sólo corrían por sus mejillas, pero yo sentí que se enredaban en mi pelo como si la electricidad del secador nos conectara de alguna forma. Dentro de la pena, me sentó bien de alguna forma convertirme en su inesperado refugio porque ella necesitaba por un instante soltar lastre, que alguien la escuchara y la entendiera, aunque no me estuviera pidiendo tales cosas.


Recordé aquella noche en el hospital, encabezando el sueño junto al ruido que hacían las burbujas de agua en el aparato de oxígeno del compañero de habitación de mi padre, el ruido de las camillas metálicas, la rutina diaria de bandejas de comida, de análisis de sangre, de incertidumbre, de espera. Recordé qué lento puede llegar a pasar el tiempo.

A veces no vamos a ciertos lugares por la razón que pensábamos. Vas a cortarte el pelo y acabas amortiguando, aguantando la vida, compartiendo dolores, escuchando. No hay explicación. Teníamos que ir a ese lugar y ser aliento aunque solo sea en silencio. Teníamos que ESTAR. Por alguna razón que haces tuya para servir de refugio a quien estaba ahí, esperándote sin saberlo.



Y sobre la felicidad... La felicidad es estar en casa y no olvidarte de que dejaste a compañeros en una situación difícil y que les deseas una pronta recuperación. Porque lo que formó parte de tu vida nunca se olvida, ni a los que te ayudaron, ni a los que ayudaste.

Que la vida es también lenta mientras, al mismo tiempo, vuela. Que tu refugio fue una vez una ventana. Que yo quiero ser tu paisaje y estar ahí, a tu lado. SIEMPRE.