Cojo el abrigo del armario. Noto más
peso de la cuenta. Meto la mano en el bolsillo y encuentro una concha y una piedra blanca.
Acuden raudos todos los recuerdos del fin de semana anterior. Tú y yo paseando por
el paseo marítimo Antonio Banderas de Málaga. Aquella pequeña mesa para dos al
fondo. Tú dejándome el asiento con mejores vistas al mar y mirando la playa en
mis ojos, y que eso te bastase. Yo, feliz de ser tu espejo marinero.
Recuerdo en el paladar la textura del
pulpo a la brasa que compartimos. El sabor de nuestro acierto a la carta, a
pesar de haber sido un delicioso despiste creyendo que habíamos pedido calamar.
Aquella suerte de gambas que sustituyeron al espeto agotado. Aquel café con
tarta cuando el bullicio ya se había marchado a casa.
El flequillo blanco de un turista rezagado
al viento, el olor a humo de la barca cercana. Todos aquellos instantes en uno
solo paseando luego por la orilla, donde recogí aquellas piezas de la arena. Las
olas no me dejaron escribir tu nombre pero allí estabas, pidiendo que nos
fuéramos porque hacía frío y a la vez deseando que aquel momento no acabara
nunca.
La misma sensación que sentimos cuando
estamos frente al mar. Que no acabe nunca este instante de felicidad.
“Para finales de siglo, gran parte del
mar habrá cambiado de color”, leo en un artículo de El País. Y, antes de nada, busco
explicación en el pie de foto para esa bella nube turquesa que muestra la
ilustración y que me recuerda al Caribe, aunque nunca haya estado bajo aquellas
palmeras. Es un vídeo y lo pongo en marcha. En verdad es una imagen aérea de
una explosión de algas en el Golfo de Vizcaya.
Buscando titulares sobre el mar para
inspirar mi idílica historia, la reproducción me pone los pies en el suelo. El
cambio climático está alterando la vida marina que hace posible que el mar sea
azul al contacto con la luz. “Cambiará de tonalidad, pero seguirá siendo azul”,
dicen los expertos.
Los investigadores aseguran que “el
calentamiento global lo están absorbiendo los océanos”, que los microorganismos
siguen necesitando la luz de las profundidades y que si no hacemos nada con las
emisiones de CO2 nos cargaremos el ciclo de la vida oceánica.
El ojo humano apenas se dará cuenta que
el CALOR está matando la vida marina. Otros recuerdos menos agradables le dan
la patada a los del pasado fin de semana. Pasear por la orilla y ver los restos
de un botellón, nadar y encontrarte flotando una bolsa de plástico, descubrir latas
oxidadas entre las piedras, las imágenes de animales muertos o atrapados por nuestra
irresponsabilidad.
Pero, tranquilos, que el mar seguirá
siendo de color azul.
Ahora mis recuerdos se alejan de la
orilla y se sumergen. Se enredan con las plantas marinas, se posan en la base
arenosa. En ese viaje circulatorio oceánico acabo sintiéndome como un
submarinista que, de repente, se queda sin oxígeno. La bombona sin aire se ha
llenado de incomprensión, temo que el aleteo de mis pies no regrese a ninguna
superficie o que ésta no esté como la recordaba.
“Todo empezará con un cambio en el tono
azul del mar”, dice un biólogo marino. “De hecho, ya está empezando a cambiar”,
asegura otro. Pero el mar seguirá siendo azul. Cuando me siente frente al mar y
me mires, en mis ojos seguirá siendo azul. De seguir así, en el año 2100 más de
la mitad de la superficie marina se verá distinta, pero, las siguientes
generaciones apenas se darán cuenta. Porque el mar seguirá siendo azul.
La idílica panorámica a salvo para
nuestro egoísta regocijo, para hacer la foto de rigor, para quedarnos en la
superficie. Y lo repetimos como un mandamiento para esquivar la conciencia: el
mar seguirá siendo azul. Lo que nos hace sentirnos seguros: el azul del mar visto desde la orilla, llevarnos arena para casa, alguna que otra concha, un recuerdo
de horizonte en línea recta y hasta el infinito.
Y al corazón de la mar ¿Quién le da seguridad? Quién lo resucitará.
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