De la misma manera que detienes
la mirada en alguna frase que te ha gustado o subes el volumen para disfrutar el máximo una canción, los
recuerdos se activan al llegar a un lugar que guarda gran carga emocional. Una
carga que explosiona como fuegos artificiales. Nos ocurre con frecuencia en lugares conectados con la infancia. Como cuenta Rosa Montero en La ridícula idea de no volver a verte: "La infancia es un lugar al que no se puede regresar pero del que en realidad nunca se sale".
A los amigos de
Salobreña, de la urbanización en la que he veraneado toda mi vida, los conocí
en la piscina que protagoniza el paisaje que veo desde mi balcón. Aunque, al
asomarme, mi cabeza siempre gire a la derecha, en dirección al mar, al pisar el
césped y atravesar la puerta de la piscina acuden a mí cientos de recuerdos que
estallan y que tienen tantos colores como anécdotas. Tantos como esos fuegos que, en forma de palmeras, se expanden e inundan el cielo. No me hagáis elegir
nunca entre playa o piscina, mi memoria nunca me lo perdonaría. Los debates
clásicos no casan bien en nuestra historia con Salobreña.
“La historia (a la hora de
escribir un libro) tiene que guardar burbujas de luz dentro de tu cabeza.
Escenas que son islas de emoción candente y que, no sabes por qué te dejan
tiritando”, explica Montero. Me gusta la sal en mi piel
tras secarse al sol del verano, y me gusta la suavidad de la ducha de la
piscina tras el baño, mezcla salina y de cloro. En Salobreña tengo la suerte de
tener ambas cosas a mi alcance. Siento miles de burbujas de luz a cada
instante, en cada rincón de aquel lugar.
Pueden haber sustituido los
viejos bancos de madera en los que nos sentábamos de niños por unos de mármol
rugoso que apenas uso (echo demasiado de menos los otros), la vieja solería de
cuadritos que molestaban al ir descalza por el asfalto liso que ha "intentado" sin éxito
sepultar el pasado de correteos y juegos, o haber podado los viejos árboles en
los que siempre desplegábamos las toallas y convertir sus copas en perfectas
esferas.
Pero hay una tradición inmutable, inamovible. El olor a hierba recién cortada, esos patios rojos centrales, esos laberintos y escaleras de piedra, las jardineras que brotan de los pilares que sostienen los bloques de pisos. Por mucho que lo intentara, no podría mirar la pista de tenis sin imaginármela con guirnaldas en esas viejas fiestas de la urbanización que se han perdido. Ni el tiempo puede cambiar tu manera de mirar ciertos recuerdos.
Pero hay una tradición inmutable, inamovible. El olor a hierba recién cortada, esos patios rojos centrales, esos laberintos y escaleras de piedra, las jardineras que brotan de los pilares que sostienen los bloques de pisos. Por mucho que lo intentara, no podría mirar la pista de tenis sin imaginármela con guirnaldas en esas viejas fiestas de la urbanización que se han perdido. Ni el tiempo puede cambiar tu manera de mirar ciertos recuerdos.
“Por qué no hablas de nosotros en
tu blog”, me sugiere mi amiga María del Mar (quien me “regaña”, en modo
divertido, cuando estoy mucho tiempo sin publicar). Ella lleva en su nombre ya a Salobreña,
quien sabe si a su madre se le ocurrió mientras divisaba aquel mismo mar desde
el balcón, con su barriga incipiente.
Ella me invita a desnudar nuestra
historia. Una que pasa por conversaciones entre su terraza en el tercer piso y
la mía del quinto. De llamarnos a voces cuidadosas en horas de siesta para no
despertar a las respectivas familias (el sueño estival tiene esas dosis
relajantes poderosas que tratas con firme respeto). Con Juan Ramón (que vivía en el cuarto piso) hablaba con
notitas que dejábamos en un recogedor que subía y bajaba de mi terraza a la suya.
Así es. Los “salobreñeros”, como nos llamamos, inventamos nuestro propio sistema de comunicación. Nos hacíamos señas de un bloque a otro. Tenemos que hacer un esfuerzo para recordar las letras de nuestros pisos, porque de tanto hablar entre balcones se nos han ido olvidando. Y tocábamos a los porteros de unos y de otros para avisar de que bajábamos a la piscina. Aunque yo a veces solo tenía que mirar para comprobar si habían recogido su toalla de la barandilla para bajarme también.
Entre la litera de arriba (yo) y la de abajo (mi hermana) hablábamos bajito a través de ese hueco de separación entre la cama y la pared. Las noches se iban alargando. Noches de balcón abierto, de fresquito marino. Noches también de cine de verano con la chaqueta "por si acaso", alguna que otra música de fiesta de chiringuito repartida por los alrededores o sonido de olas del mar en madrugadas de mar picado.
Salobreña llegó a ser, en épocas doradas, una continua borrachera, pero de felicidad. Y al pasar los años algunos fuimos bebiendo cada vez menos de ella. Hasta el punto de valorar como nunca cada segundo que el trabajo, la distancia o las demás "cuestiones de adultos" nos permitían (y nos permiten) disfrutar de ella. Antes parecía no existir las preocupaciones.
Así es. Los “salobreñeros”, como nos llamamos, inventamos nuestro propio sistema de comunicación. Nos hacíamos señas de un bloque a otro. Tenemos que hacer un esfuerzo para recordar las letras de nuestros pisos, porque de tanto hablar entre balcones se nos han ido olvidando. Y tocábamos a los porteros de unos y de otros para avisar de que bajábamos a la piscina. Aunque yo a veces solo tenía que mirar para comprobar si habían recogido su toalla de la barandilla para bajarme también.
Entre la litera de arriba (yo) y la de abajo (mi hermana) hablábamos bajito a través de ese hueco de separación entre la cama y la pared. Las noches se iban alargando. Noches de balcón abierto, de fresquito marino. Noches también de cine de verano con la chaqueta "por si acaso", alguna que otra música de fiesta de chiringuito repartida por los alrededores o sonido de olas del mar en madrugadas de mar picado.
Salobreña llegó a ser, en épocas doradas, una continua borrachera, pero de felicidad. Y al pasar los años algunos fuimos bebiendo cada vez menos de ella. Hasta el punto de valorar como nunca cada segundo que el trabajo, la distancia o las demás "cuestiones de adultos" nos permitían (y nos permiten) disfrutar de ella. Antes parecía no existir las preocupaciones.
¿Cuando era
pequeña hacía deporte? Sólo sé hablar de aquellos veranos enteros recorriendo
de punta a punta los dos kilómetros del paseo marítimo para jugar al vóley en
las redes instaladas lejos de nuestra urbanización. De las tardes hasta el atardecer jugando a las palas en la
orilla. Al cabo de un rato pasándonos la pelota, y viendo que no se nos caía,
que éramos buenos, Javi comenzaba a golpear cada vez más fuerte. Al rato le
regañaba cuando yo fallaba la respuesta y el tremendo golpe de su muñeca me
hacía ir lejísimos a por la bola.
Mezclábamos ocurrencias divertidas también con las cartas. Cuando se producían esas tormentas de verano infernales, bajábamos con la toalla al algún portal y formábamos una alfombra gigante donde sentarnos a jugar a nuestro famoso "baturro".
Mezclábamos ocurrencias divertidas también con las cartas. Cuando se producían esas tormentas de verano infernales, bajábamos con la toalla al algún portal y formábamos una alfombra gigante donde sentarnos a jugar a nuestro famoso "baturro".
En Salobreña los días no tenían fin. El moreno se cogía a lo bestia. Nos reíamos mucho, de tonterías. Porque nos reímos ahora igual, aunque los encuentros sean más escasos de lo que quisiéramos. Hacerse mayor tiene eso. La inocencia nunca nos hizo pensar en la posibilidad de que pudiera llegar el momento en que nuestros veranos juntos se hicieran cada vez más pequeños. Pero de adultos nos hemos sorprendido por la capacidad que tiene la fortaleza de los momentos de hacer que parezca que no haya pasado el tiempo.
Entre los muros de esa urbanización, creedme, no pasa el tiempo. Siempre me siento esa misma niña cuando vuelvo. Soy mar. Y sin empadronamiento, soy salobreñera. Lo somos. Somos almas "sin papeles" buscando ESO que hacía que los veranos fueran memorables. Y, como amigos, hemos pasado por todo tipo de fases en estas dos décadas (algo más). Salobreña, para lo bueno (y lo menos bueno), ya es un tatuaje que se dibujó por sí solo en nuestra piel.