jueves, 20 de octubre de 2022

El ladrón de momentos

Hay días que noto mucho los efectos nocivos del abuso el móvil, de pasar tantas horas frente a la pantalla. Y me digo que lo voy a abandonar un rato largo para desconectar, pero entonces necesito cogerlo para algo del trabajo o para enseñarle una foto a alguien o para mirar la lista de la compra. Y así, no hay manera. Lo peor es ese pensar “por una vez más que lo coja no pasa nada”. Lo uso mucho para hacer fotografías y se llena la memoria enseguida. Hoy he pensado que de seguir así corro el riesgo de vivir dentro de una fotografía en vez de en la vida real.
 
 
Hay días, que, de verdad, tiraría el móvil por la ventana. Últimamente, es una relación de amor odio porque me doy cuenta de la dependencia que crea y de que escapar de ella parece imposible. Es en esos momentos que me acuerdo de un amigo que no tiene ni siquiera WhatsApp y pienso, qué feliz debe vivir.
 
El sábado fuimos a comer los tres a un restaurante que nos encanta. Cuando estábamos terminando se sentó en la mesa de al lado una familia y nada más acomodarse sacaron todos los móviles y así estuvieron hasta que les trajeron los platos, los tres sin hablarse, ni una palabra. Creo que es fácil de imaginar y os sonará la escena. Caí en la cuenta de que nosotros no habíamos tocado el móvil en toda la comida, solemos hacerle fotos al peque así que hubiese sido lo “normal”. 
 
 
Mientras estás con el móvil es como si tu mente se introdujera en una nebulosa, lo cogemos casi siempre por inercia y nos genera en realidad un vacío. En aquel bar disfrutando los tres de nuestro tiempo dejamos en el bolso al ladrón de momentos y nos sentimos plenamente conscientes de lo que estábamos viviendo. Sin decidir previamente apartarnos del móvil, simplemente actuando como si no existiera. Como si fuésemos todavía esos niños que crecieron sin conocer toda la tecnología que ahora nos acapara. Me da pena que hoy en día nos cueste tanto lograr que todos los momentos importantes sean así, ausentes de pantallas. 
 
Con esto del uso del móvil también recuerdo mucho una anécdota. Un día le pedí a una amiga que me hiciera una foto con el móvil pero se negó en rotundo. Me llevé una sorpresa y una desilusión. Pasaron las horas y la casualidad hizo que nos quedáramos las dos solas a la hora del café en la terraza. En silencio, fue un momento de bastante paz porque estábamos en mitad del campo. Y, sin mencionarle el asunto anterior (ya se me había olvidado) ella comenzó a relatarme lo agotada que estaba del trabajo. Cogió un momento el móvil y lo soltó asqueada contándome que tenía muchos emails que contestar y no podía más. “Y por eso no quería coger su Iphone, es que estoy harta. Y tengo que cogerlo sí o sí por trabajo”, me dijo. Yo no le había dicho nada, pero se ve que ella se sentía algo mal por no haberme hecho aquella foto y necesitó desahogarse. Comprendí la importancia de no juzgar a la ligera. 
 
El otro día hablaban de la sensación de falsa felicidad que nos aportan las redes sociales, del consumo de vidas ajenas que parecen perfectas. Esa pequeña adrenalina inconsciente que sientes mientras tu dedo se mueve en dirección al icono de la aplicación. Y se abre, y la pantalla se ilumina. Y hay ritmo. Y sientes curiosidad de ver qué pasará ahí dentro.   

martes, 4 de octubre de 2022

Como yo te amo, Chipiona

Nuestras vacaciones comenzaron un lunes, por una semana dijimos adiós a la rutina. En la hoja de ruta un destino gaditano, Costa Ballena. Nada más entrar al hotel nos tropezamos con la cola de recepción, que era bastante voluminosa y larga, donde se confundían las personas y las maletas, niños en sus carros o en mochilas sobre el pecho de sus padres. Todos con los ojos expectantes disimulando paciencia. Al fondo, tras una gran cristalera con dos juegos de puertas a ambos lados que se abrían y cerraban con el paso de la gente, se podían ver muchas palmeras. Mi intuición buscaba el azul de la piscina.


A través de toda aquella cola distinguí en la distancia a dos de mis hermanos que ya estaban en el mostrador central. Fui hasta ellos disparada, como el que corre para que no se le escape el autobús. Me parecía mentira que por fin estuviéramos allí, todos juntos. También era por mis piernas, que estaban agradecidas por salir del coche. Con el subidón, la chica de detrás del mostrador me pareció la más simpática del mundo. Anduve emocionada toda aquella mañana, que acabó con el mojito de rigor en el bar de la piscina, invadida por la alegría de las expectativas.

Era cinco de septiembre y muchos ya daban por finiquitado el verano. Para nosotros esa idea era inconcebible, teníamos las habitaciones reservadas desde mayo. Hacer el check-in fue liberador. Recuerdo cuando era pequeña y la llegada de septiembre suponía un drama. Tenía que despedirme de amigos, de los días sumergida el agua y aceptar que las mechas rubias, que el sol serpenteaba durante todo el verano en mi pelo, no tardarían en borrarse como un nombre en la arena. Gracias a que, con los años, septiembre llega a significar más un hola que un adiós. 

 

Quiso la casualidad que nuestra semana en Chipiona coincidiera con los días grandes del pueblo. Y vimos a la Virgen de Regla saludar al cielo anaranjado del atardecer sobre un manto de gente inundando el paseo marítimo. Me acuerdo de aquella tarde cuando veo a Diego jugar con la pequeña guitarra de madera que le compré en uno de los puestos de la calle. Solo con verle meter sus deditos entre las cuerdas se despiertan los recuerdos. Aquella tarde pasamos frente a la fachada de la casa donde había vivido Rocío Jurado, frente a la puerta estaba el reportero de Sálvame, Jose Antonio León, esperando la conexión en directo con el programa. Estaba firmando autógrafos rodeado de multitud de curiosos eufóricos. Qué algarabía se formaría entonces en aquellos tiempos cuando Rocío se asomaba al balcón, me pregunté.

Llegamos a tiempo al hotel para la última cena que nos esperaba en un sitio muy especial. Esa noche disfruté de las últimas imágenes de los jardines y la piscina brillando por los focos azules. Nos marcamos alguna canción con aquella guitarra, nos deseamos buenas noches y a la mañana siguiente, sin querer escribir "la última mañana", saludábamos de nuevo a la playa de las tres piedras. Nos hicimos las fotos de familia que no nos habíamos hecho en todo el verano, construimos castillos, nadamos intentando que el agua nos cubriera y como vimos que no jugamos a saltar las olas. Y nos confundimos con el paisaje como si nos hubiésemos colado dentro de un cuadro. Dormimos sobre la arena, paseamos mucho.

Cada día comenzaba bien temprano viendo como salía el sol desde la playa y dando un paseo persiguiendo conchas. Un día Silvia y yo nos pusimos música e hicimos bailes con nuestras sombras proyectadas en la arena. Nos grabamos nuestros pies pisando arena firme para tener constancia de nuestro paso por la bella Chipiona. Fuimos escuchando Amor amé o A contracorriente. El día anterior habíamos estado visitando el museo de la más grande y a Silvia le apeteció escuchar sus canciones. Y así continuamos, escuchando Como yo te amo en la voz de la gran Jurado y mirando la inmensa extensión de tierra mojada.  

Aquella playa era un paisaje canela, plano, interminable de arena fina y olas escalonadas que al romper sonaban a lluvia. Rocas negras misteriosas, que emergían antes del atardecer y por la mañana ya no estaban, jugaban con las mareas durante el día en las profundidades. Ibas encontrando por el camino conchas que brotaban de la arena como flores sobre el césped, mientras el viento soplaba y se llevaba los males al despeinarnos.  

Y pusimos fin, cuando el sol ya estaba bien alto, a un viaje que se convirtió en un espectáculo para los sentidos. Hay quien recuerda esa playa soltando lágrimas de impotencia, porque la acarició pudiéndola haber devorado. Un punto en el mapa que, a pesar de todo, se convirtió en un recuerdo familiar incalculable.

 

 

El jet lag es una forma de nostalgia

                                Rodrigo Cortés