domingo, 2 de noviembre de 2014

Luna

Este primero de Noviembre, al salir de casa, miré las nubes que servían de techo a Motril. Pensaba que estaba algo nublado así que, volví tras mis pasos y cogí una chaqueta por si pasaba frío, sí, ese “por si” que tanto mencionamos sobre todo en otoño. 

En aquel momento no sabía que, el Día de todos los Santos, iba a terminar admirando de una manera muy especial aquellas nubes que, danzando, iban a ocultar y a mostrar a una Luna a la que le faltaba algo menos de su otra mitad. Y es que el satélite muestra su máxima luminosidad y tamaño en su fase de luna llena, pero antes y después de ésta y de su estado menguante, creciente y nueva, va pasando por otros tantos que carecen de nombre. Tímida, risueña pero igual de magnética, la Luna incompleta puede ser igual o incluso más bella que la llena. Siempre depende de los ojos que la miren, pero, ante todo, de los ojos junto a quien la admires. 

Cada niño o niña tiene su debilidad. Para Mario, la caída del día y la llegada de la noche tienen como protagonista absoluta a la Luna. Él siempre está pendiente de su aparición, siempre la nombra, la señala, la disfruta. Es todo un espectáculo verle fijar sus ojos en el cielo, buscándola. Le digo ahí está y da saltos de alegría al encontrarla. Pasar tiempo junto a tus sobrinos no sólo te da la oportunidad de hacerles reír, de compartir con ellos sesiones de juegos y de disfrutar juntos de la mutua compañía. Estar con ellos es la excusa perfecta para enamorarte una vez más de la vida. Descubrir lo que les enamora y que, además, te dejen entrar en su corazón, es de las cosas más gratificantes del mundo.



Como es tradición en estas fechas, estábamos saboreando las últimas castañas asadas en la terraza mientras ya casi rezaba la madrugada en nuestros relojes. Jugábamos con Mario y, de repente, me vi levantándome de la silla y mirando al cielo. Había recordado cuanto le gustaba la Luna y empecé a buscarla mientras invitaba a mi sobrino a hacer lo mismo, pero sin éxito. Por más que ambos la buscamos, no había ni rastro de ella, eso sí, las nubes continuaban allí. Entonces nuestro momento de juego se trasladó a un tranco donde nos sentamos mientras seguía de vez en cuando mirando al cielo, buscándola para él. 

En uno de esos vistazos, vi una luz tenue que se adivinaba a través de las nubes. 
-¡Mario!, mira, la Luna va a aparecer. Ahí está.
Las nubes se movieron despacio y por fin la dejaron a la vista. La miré. Lo miré. Miraba a ambos una vez más. La Luna desaparecía de vista y volvía a aparecer, con su luz amoldándose a la silueta de las nubes sobre el negro fondo de la noche.

Él, con la boca abierta observando aquel baile de luces y sombras, con la Luna que aparecía y desaparecía como si fuera un actor que sale una y otra vez tras el telón.
Él que, con su inocencia, te hace sentir que eso que observas es algo extraordinario y único, contagiándote sin darse cuenta.

Porque, mientras que todo eso ocurría, supe que ésos eran los minutos más bonitos de todo el día. Sólo con la Luna. Sólo con él. Porque él es capaz de enseñarme la grandeza de un instante. Tanto, que si la Luna supiera el modo en que Mario la mira, estoy segura de que a ésta le faltaría cielo para devolverle tanta felicidad y admiración.


Habrá muchas más Lunas, tantas como queramos encontrar.
Feliz semana