Todo lo que echo de menos lo asemejo al mar. Disfruté tanto
cada envestida de las olas en mis pies desnudos que, ahora, que no lo veo puedo
volver a revivir la sensación. Y así con todo. Echamos de menos lo que hemos sido capaces de
sentir intensamente. Echar de menos no es un término doloroso, es la prueba de
que estamos vivos.
La semana transcurrió entre libros, aplausos, películas y
videollamadas, y otro largo etcétera de pequeñas cosas. Nunca tuve la casa tan
limpia. El olor a los productos de limpieza ya no pasa desapercibido como antes, cuando el estrés de la rutinan nos comía.
Ese instante de aplausos cada noche en los balcones, es cada
vez más corto, pero sigue estando lleno de sonrisas y esperanza. El vecino de abajo saca siempre a su perro a
la ventana, los de arriba ponen música y la calle parece un auditorio
improvisado con la mejor de las acústicas, la de abajo hace conciertos con su
ukelele y el niño del arcoíris siempre sale en pijama.
Son días de recreación en los pequeños placeres. El sabor de
los aguacates que me traje de casa de mis padres, el dibujo que hace la miel al
caer desde la cucharilla hasta la tostada del desayuno, el olor a papel del
libro nuevo que estoy leyendo, la luz de la farola que nos anuncia la salida al
balcón. Ése que nunca pisábamos y que ahora nos ofrece respiro y aire fresco.
Es necesario echar de menos para que estos días sirvan de
eslabón con las emociones. ¿Echaremos de menos los aplausos cuando la
normalidad vuelva?
Cierro los ojos y abrazo a mi madre. Todo es el mar. Todo lo que echo de
menos. Ella es el mar y su
cariño la espuma que refresca mi piel. No podría compararlo con ninguna otra cosa ni de ninguna otra manera. Es
el horizonte del mar, la vida misma.