Vivimos días completamente ajenas
al otoño, a pesar de que éste planeaba sobre nuestras cabezas. Llamó a la
puerta unas cuantas veces o dejó alguna que otra hoja sobre el suelo del porche.
Olvidamos que llegaba porque ya estábamos fuera, en el exterior, bailando bajo
la lluvia.
La nueva estación vivía en las nubes grises, en el frescor de la
mañana, en nuestras miradas de verano. La despedida, aunque llegó en serio, no
significó tristeza. Hay sucesos en la vida para los que no existen los adioses
que hacen peligrar los recuerdos. Allí, no existió nunca el domingo.
Divisábamos la playa asomadas a la
barandilla de nuestra terraza, aunque no estábamos en un pueblo con mar. Parecía
una línea azul difusa que nos echaba de menos. Tomábamos fotografías, obsesionadas por capturar los instantes vividos por miedo a que se volatilizaran y jamás regresaran.
Al otro lado, en el fondo limpio
de la piscina azul de suaves azulejos, había un delfín mirándonos. Me pareció
verlo saltar mientras la música sonaba y la primera botella de vino blanco se
convirtió en un jarrón, para contener el ramo de plástico que creí no iba a
servir de mucho en un jardín lleno de flores. Y el agua de todas las fuentes nos
abrazó. No sentimos el frío al mojarnos, no estaba. Sólo existía el calor de la felicidad que, sin poder contenerse, estalla en lágrimas.
Al borde de la piscina nos
colocamos en fila, con nuestras pamelas tatuadas, tatuada también la piel de
mentira, hambrienta de aventuras. Y no necesitamos más complemento ni adorno
para aquellas tardes y noches. Aquellas letras ´Bride Team´ brillaban
más en nuestros brazos desnudos que lo que lo haría cualquier vestido sobre la alfombra roja
la noche de los Oscar.
Hubo momentos en que ellas me
parecieron sirenas que emergían del borde de granito que protegía el borde de la piscina. Como si dentro de ella hubiera
nadado con ellas una emoción que creían ahogada o sumergida en alguna
profundidad ilocalizable, y, de repente, la hubieran encontrado flotando y volviera a pertenecerles. Supe por sus sonrisas mojadas que algo habían encontrado en aquel
viaje a nado, en aquellos bailes, en sus charlas antes de acostarse, entre miradas a
través del cristal de aquella botella. Supe que algo las había unido aún más, a algunas incluso sin apenas
conocerse hasta aquellos días.
Cuando tuvimos que irnos también
nos llevamos tatuado el corazón. Y entre dibujo y dibujo, trazamos un hilo que nos une, no sé si será rojo como el de la leyenda,
solo sé que nos amarra fuerte como el barco queda unido al muelle, preparado para el próximo viaje. Mientras, confío en que ellas mismas sean capaces de ver la misma luz que yo veo irradiar de ellas.
Al día siguiente, quisimos volver a pesar de que nunca nos marchamos. Hay viajes que no se olvidan, ya pase toda una vida.