martes, 31 de julio de 2018

Mi verano se viste por los pies y acaba en un sombrero


El verano tiene innumerables comienzos: El oficial que anuncia el calendario, el de cada ola de calor y alerta naranja, el inicio de tus vacaciones, ese día de finales de septiembre con la playa desierta y solo para ti. Por eso nos gusta o no el verano, porque puede volver a empezar en cualquier momento. Porque hasta que no ves a tus mejores amigas, hasta que no quedas libre de la oficina, hasta que no pisas la arena, o hasta que no te das el primer baño no llega tu verano. Y en cada una de esas ocasiones es como si volviera a arrancar la estación del calor, la del fuego de los reencuentros continuos, con todas esas cosas que lo hacen especial.
 
Para mí, el verano suele comenzar cuando, ordenando el cajón de los abalorios, encuentro aquella pulsera que me sirve de tobillera. Voy cambiándola cada año. Mis pies ahora que la visten saben la estación en la que me encuentro. Pinto las uñas de mis pies, para los que solo me convencen los colores oscuros. Cuando salgo del agua ya veo las gotitas que se forman y se quedan en la superficie de mi uña. El fondo oscuro les da visibilidad y elegancia.

Con el calor es hora de terraza, de encender velitas de noche, de contemplar los distintos azules que veo desde las copas de los árboles hasta más arriba, donde veo de vez en cuando un avión volando, quién sabe a dónde.



Sin querer he encontrado un pequeño nuevo placer, embadurno mis pies de crema y me siento a leer mientras ésta se derrite y mis poros reciben la hidratación. Siento cómo se nutren de los efectos calmantes pero también saboreo la paz interior mientras los estiro sobre la mesa con sumo cuidado para no manchar nada. La crema es pringosa, y mis manos resbalan sobre el bolígrafo que utilizo para anotar las sensaciones.
 
A los pocos segundos mis pies ya arden de placer por el efecto de la luz solar, fuerte a esa hora del día. Son las doce, y tengo que ir a por el “finiquito”. Me piro de vacaciones, aunque solo de la oficina. No tengo pasaje, ni hotel, ni maleta que facturar. No tengo plan. Soy como esos aviones que veo desde cualquier parte de estos alrededores (vivimos a menos de media hora del aeropuerto). Soy como ellos porque no sé qué destino tienen cuando surcan los cielos y yo alzo el cuello, como ellos el vuelo, para disfrutar del instante. Me imagino a los pasajeros y recuerdo esa sensación ante lo desconocido. Ese sabor de turbulencias y aterrizaje. Ese pisar un suelo diferente. Quién sabe si al final acabaré en alguno de ellos en un viaje improvisado. Así el verano volvería a tener otro comienzo. Es capaz de guardar incontables sorpresas. Él es así. Pase lo que pase ya está siendo de altos vuelos. El verano en sí es un viaje.



El no saber qué plan podrá surgir será el encanto de este verano. Me gusta que siempre sean tan diferentes. Esta estación es un poco como la Navidad: aunque sabes que hay celebraciones fijas en el calendario y que habrá días reservados a la familia, siempre acaban trayéndote cambios o nuevas expectativas. Son épocas de ir moviéndote de un lado para otro intentando tener tiempo para quedar con todo el mundo. Muchas veces lo he hablado con amigas y está claro, el verano debe servir para relajarse. Todo puede tener su momento si sabemos esperar.
Dejaré las cosas "estar" a su aire, como la vestimenta veraniega. Los vestidos y faldas largos dan el toque despreocupado al verano, son mis prendas favoritas ahora, ideales para dejar a su antojo la brisa estival, que se cuele por dentro y mantenerte fresquita. Tenía en mis manos una falda preciosa que deseaba ponerme. Es de una tienda que ya no existe, y tiene como unos tres años. Por eso me gusta pensar que ha pasado a ser única en el mundo y que quizá, de todas las que nos la compramos por aquel entonces, solo la sigo conservando yo.


Aquí sigo. En la terraza. Los pies saben que en breve hay que ponerse en marcha. Observo el pequeño plato de colores que acabo de comprar para la mesa, he puesto piedras de la playa y queda muy bien en contraste. Me hace feliz mirarlo, hay energía en el ambiente. En el cesto de la playa siempre queda arena cuando nos marchamos a casa, pero también piedras. No puedo evitarlo, tienen valor para mí. Voy escogiendo cuáles me gustan mientras paseo por la orilla. Son mis piedras preciosas. Y puede que también me encuentre alguna en el bolsillo de los vaqueros cortos que siempre me acompañan cada verano.

Es complicado elegir un verano favorito porque, de tanto comenzarlo a veces parece que no llega nunca a despedirse del todo. Deja su estela. Una sonrisa parecida a la brisa marinera, fugaz, que cala en los huesos, que es salada pero a la vez dulce. Anoche nos acostamos tarde por culpa del banco de la urbanización. Hay varios pero ése es EL BANCO. El banco de nuestra infancia. Charlamos allí sentados los tres amigos del veraneo, hasta que el relente ya nos echó a la cama. Ese banco. El de "policías y ladrones", el de confesiones a cualquier hora, el de arreglar el mundo y poner cada acontecimiento en orden, el sitio para quedar siempre. Pero cuando me despedí, volviendo a casa en el coche sentí que se había acabado el verano sin ellos. Hasta que los vuelvo a ver y vuelve a serlo.

Mi verano se viste por los pies y acaba en un sombrero. Llevo una falda que vuela al viento intentando alcanzar el avión que surca los cielos. La tobillera llega un momento en que se suelta, el nudo también se sentía libre. Y si la pierdo dejo un rastro en el mundo, un rastro con el hilo trenzado del que está hecha. Y la pulsera dirá que estuve allí. Mis pies lo estuvieron, intentando ser elegantes caminando. Y me paro en seco porque pienso en una nueva ilusión veraniega. 
La estación estival vuelve a comenzar. Otra vez.

lunes, 23 de julio de 2018

Todo parece pequeño antes de ser la razón de vivir

“Pfennig es el instante en que una cosa está a punto de convertirse en otra. El día en la noche, el capullo en mariposa”, no sé si dicha definición es parte de la ficción de La luz que no puedes ver o si es real y Anthony Doerr la utilizó para completar el diálogo donde la menciona. 

Me topé con ella abriendo el libro por una página al azar. Leí "...es el instante". Si una definición empieza así, os puedo asegurar que tiene toda mi atención. Al leerla pensé en ese punto de inflexión en que algo deja de ser como tal para cambiar a otro estado. 

A veces todo parece confabularse para el instante perfecto, como cuando no sabes sobre qué escribir, el papel está en blanco y esa frase cae en tus manos por una iniciativa loca de decir: a ver qué me encuentro por aquí. Y así fue. Ese punto loco que hay que aplicarle a la vida nos da la solución, una ecuación más sencilla que la que nos plantea nuestro sentido común.

Qué te alegra el día, qué hace que la rutina deje de serlo. Pues eso, una frase, la música. Una conversación, una buena noticia, una flor que ves camino al trabajo, una puerta azul en medio de un barrio cualquiera.

Nos gusta el verano en nuestras uñas, el nuevo post que escribes, la nota de ese examen que llega con buenos resultados, el pensar en los planes del sábado, el agua acariciando tus pies descalzos, la brisa del mar, la carcajada después de revolcarte una ola, la caricia antes de quedarte dormida, descalzarte, el ratito de soledad para leer, el silencio de la oficina, el teléfono que no suena, la carta de una amiga, el reencuentro que imaginas, la crema que baña la piel y la transforma, el olor del perfume que por fin te convence, las sandalias sin las que no puedes vivir. 

Parecerá una chorrada pero diría también que la ganga en las rebajas, esa pulsera que te compraste igual con una amiga, el paseo que te pone los brazos y las piernas morenas, la curiosidad por escuchar el nuevo single de tu cantante favorito, encontrar las llaves en el bolso cuando pensabas que se te habían olvidado, la foto que te envían justo cuando pensabas en la persona que aparece en ella, la blusa que estrenas, el abanico que te prestan cuando tienes calor, el pantalón que vuelve a quedarte bien, las vistas desde tu ventana, el vértigo antes de tirarte por un tobogán del parque acuático, abrir la puerta para salir justo cuando llega esa persona, los dulces que trae una tarde una compañera al trabajo, el helado  de chocolate mientras ves una peli, el viaje improvisado, regalarle algo a alguien simplemente porque sí, el “te quiero mucho” por Whats App mandando al carajo la distancia, la ducha después del gimnasio, el atardecer volviendo de correr, ese café con hielo aunque se agüe, ver tus pies morenos con el fondo azul de una piscina, el vidrio de unos ojos cuando se emocionan, el nudo en la garganta, el vuelco del corazón, la sal previa al tequila, la comida de mamá.

La vida es desgastar el librito de canciones de tu CD favorito, hasta que se separaba la grapa de tanto pasar página, que se rompiera la portada de tanto abrir y cerrar. Era ese póster de la revista Super Pop que desenganchábamos con sumo cuidado para forrar la carpeta de clase. En los separadores de cartulina acostumbraba a escribir poemas, citas, mensajes que me gustaban. Y así, al coger un papel siempre tenía al alcance la felicidad. Y aún guardo ese cojín de un jovencísimo Brad Pitt que mis hermanos me regalaron por mi cumpleaños.


También hacía archivadores con cartón para guardar las hojas con olor que intercambiábamos las chicas en el recreo. Pegaba papel de regalo bonito a ambos lados para que no se escaparan por los extremos. Los del programa "fabricando España" no tendrían audiencia conmigo si tuviera que explicar mi invento, una manualidad que parecía tan precaria y que acabó durando más que una comprada. Y resulta que prefería aquel trozo de cartulina doblada y remendada a cualquiera de las carpetas del escaparate de la papelería. Y guardaba aparte las hojas que no quería cambiar por nada del mundo, como el vestido perfecto para esa fiesta que esperas y que reservas en el armario. Hay cosas que tienen su momento y momentos para hacer las cosas eternas. Y allí siguen aquellas carpetas, jamás me atreveré a tirarlas.


Pues sí. La vida son esas cosas bonitas, las que parecen una tontería. Por las que otros tal vez dirían: pues no es para tanto. Sí que lo es, para ti sí y eso va a misa. La vida es para tanto. Por todas esas coincidencias que hacen que ahora estés aquí. Las tardes de juegos en la calle, el camino que recorrías hasta el instituto, cómo conociste a tus mejores amigas, el tiempo buscando ese trabajo, la forma en que supiste levantarte tantas veces, los sueños que se derramaron mientras dormías.

Como dice la canción,  “Vive con locura. La vida son solo dos días. Me levanto con una sonrisa. No hay nada fácil, la vida gira y a veces da un tortazo. Pero soy lista y amo la vida. Que nada te detenga. Pa´ mí lo bueno, que valgo un rato”. Así que a cantarnos las cuarenta, a soltarnos la melena, a seguir coleccionando azucarillos del café con mensaje hasta reventar la caja donde los guardas sin saber por qué o a continuar enganchándonos a esa serie solo porque te mola el protagonista.

Y al cantar esa melodía nos hacemos las raperas si hace falta, como esas actrices de color que salen en las películas americanas, que se comen la vida en cada gesto de sus manos y con meneo de caderas. Rodéate de esas personas a las que te quedas mirando admirada porque parece que cada momento se les fuera a quedar pequeño. Todo parece pequeño antes de llegar a convertirse en la razón de vivir.

 La letra de la canción es ésta. 



miércoles, 11 de julio de 2018

Las obligaciones deberían ser siempre apetecibles

“Haz tus sueños realidad”, o al menos eso dice la taza en la que me bebo el café cada mañana. De la forma en que está escrito el mensaje se diría que parece una orden, como lo es el tomar café al despertarme cansada. La frase es directa, parece una “obligación” escrita, un deber, un acto de poner la mano en el corazón y mirar hacia adelante.

De repente, todo depende de ella, de la realidad. Haz tus sueños. Realidad. Y me pregunto qué importa más dependiendo del momento, si el contenedor o el contenido. Si un día tengo más en cuenta lo que tomo dentro de esa taza o las sensaciones que me provoca el leer la frase cuando abro la taquilla de la cocina y la veo. Si todo lo envasamos en el mismo lugar, donde se enfría o se calienta según nuestros deseos o impulsos. Si necesitamos ver escrito algo para llevarlo a la práctica, como esa pegatina que venden para hacer más funcional la agenda y que dice: “Hacer esto sin falta”. 

Y me aficiono a “unir”, que con la intención de "desunir" a veces ya anda el mundo sobrado . Y me digo a mí misma: 
“Haz tus sueños realidad, hazlo sin falta”. Las obligaciones deberían ser siempre apetecibles.


Y añado el azúcar a esos sueños, como si acaso lo necesitaran para ser dulces, para darle esa chispa a la vida. Y la sacarosa se queda en ese café contenido. Se mezcla, se pega a la pared del recipiente, y en el fondo solo se queda una parte, la que cuesta más diluir. También permanece encerrada ahí la mañana.

Con el comienzo idóneo, el lunes puede parecer viernes y el martes pasar menos desapercibido, la semana vuela como ese tren que cada día veo varias veces pasar veloz por las vías que separa el pueblo en el que vivo. Como si me hubiera subido a un parapente por primera vez. 

Y así es la vida, “un vuelo sin motor” como esa letra compuesta por Amaral. Y hoy hace dos meses os escribía con todo un día de soledad disponible y ahora lo hago con el tiempo justo, pero lo sigo haciendo sin pegatinas ni mensajes. Hay citas que no necesitan ser anotadas porque se recuerdan solas.  Y en en esas tiendas donde colocan las tazas en la estantería del escaparate, nosotros escogemos el mensaje que nos llevamos a casa.
 El que nos tatuamos, memorizamos, verbalizamos, aconsejamos.
Y nos bebemos la vida, letra a letra. 


El otro día vi una escultura muy curiosa. Era gigante, de hierro y en forma de corazón, y la habían instalado para recoger tapones para una causa solidaria. Está en mitad de la plaza del pueblo, y tiene una pequeña compuerta arriba y otra abajo para cargar y descargar.  El arte puede ser útil y al mismo tiempo contener vida, pero lo mejor de todo es que el mensaje ya va implícito. Como las botellas dentro de las cuales se despliegan barcos o las botas de agua que se reciclan para hacer brotar de su interior tulipanes.
Contenedores y contenidos, unidos en el objetivo de sacar a la luz las palabras.

Muchas veces lo que hay dentro y fuera de las cosas, de los objetos, comparten belleza, porque tan importante es el mensaje que puedan llevar escritos, como lo que quieres conseguir con él o la emoción que te despiertan. Y cuando descanso en el sofá me siento entre un cojín que pone “Eres la casualidad que estaba esperando” y mi marido. Más especial se vuelve el instante sabiendo que él es mi casualidad más bonita.
Vuelvo a unir ideas: Así, al descansar después del largo día siempre consigo que coincida el amor a mi lado, en todas las formas posibles. Por mensaje y también en carne y hueso.

Lo que más me gusta cuando vuelvo a casa de mis padres son los pequeños momentos sin planear que recargan los recuerdos. Hacen que vuelvan a entrar en proceso de activación. La memoria se enreda a los minutos que transcurren, mientras mi madre se acuerda de aquel pequeño joyero donde guarda nuestros pendientes de oro de cuando éramos pequeñas o esas cadenas que vuelven a llevar ahora y que no recordaba que había que llevar a reparar el cierre.




Fue entonces cuando me volví a enamorar de unos pequeños aros con diminutos brillantes. “Siempre te los acababas quitando porque decías que te apretaban”, recordó mi madre. Y ahora no me los quito, van conmigo a todas partes.
Y vuelvo a ser niña. Y vuelvo a vivir aquel instante con mi madre. Y vuelvo a rebobinar: A veces no te hace falta haber grabado los momentos para hacerlo, porque al cabo de los años lo especial, lo eterno vuelve a inundarte. Y siempre puedes escribirlo, escribir tu propio mensaje. Y elegir. Escoger dónde quieres que permanezca en cada despertar.