Era lunes y por la ventana me
pareció ver “un sol lleno de promesas” como dice la protagonista de Rebeca. Aquel pensamiento terminó de
convencerme para salir a caminar. Casi nunca hago deporte. Hay cosas que no
haces, a pesar de que te gustaría, y no sabes muy bien por qué. Siempre hay una
excusa, que con el paso del tiempo se va haciendo cada vez más grande e
importante, es la barrera que tú mismo te pones ante las cosas, ante los retos.
Todo empieza por ti mismo y por la manera de enfrentarte a la vida.
Salí a caminar, sentía que lo
necesitaba y no solo en el aspecto físico. No necesité mucho, ropa cómoda, zapatillas,
música, el asfalto y ese precioso día que había despertado. Nada más salir me
di cuenta de que el hombre del tiempo tenía razón, el veranillo se marchaba y bajaban las temperaturas. Pero la pequeña
brisa polar que acariciaba los árboles quedó atrapada en la belleza del
paisaje. El calor del sol ayudaba a que no la notase y la música me hacía
concentrarme en la ruta a seguir. Con cada paso llegaban miles de pensamientos
pero me negué a finalizarlos, muchos de ellos no me harían bien. Cada cosa
tiene su momento.
Durante el trayecto recordé que no
había mirado ese día las redes sociales y eso de repente me hizo sonreír. La
noche anterior, en un monólogo en la tele, se reían de la gente de ciudad que
va a desconectar al campo pero que una vez llegaban ya estaban buscando sitios
donde hubiera wi-ffi para conectar el Ipad. Hay que reconocer que vivimos “atrapados”,
que es difícil “desaparecer” del todo, pero cuando consigues unos minutos de
soledad absoluta al irte a la playa o a un parque de la ciudad para respirar
naturaleza y captar las energías del día que empieza te das cuenta de la
cantidad de tiempo que perdemos en conectar cuando lo que realmente necesitamos
es lo contrario.
La televisión. Cuántos días
escuchando malas noticias. Uno de esos pensamientos que deseché aquella mañana
de caminata era que mi hermano se encuentra trabajando unos días en una ciudad
en alerta terrorista, Bruselas. Este pasado fin de semana mi hermana
constantemente le reclamaba en el whats app del grupo familiar que tenemos, la
verdad es que todos estábamos algo preocupados. Y lo estaremos hasta su
regreso. Todo cerrado en la capital belga,
todo en máxima alerta por peligro inminente de atentados, decían estos últimos
días. Máxima. Inminente. Hay palabras que te taladran, te asustan, te
perturban. Lees en la prensa que los militares están desplegados por la capital
belga porque buscan a dos terroristas muy peligrosos. Y el cuerpo se te queda
helado. De repente no están lejos de aquí ni tú estás lejos de ellos, parecen
acapararlo todo y cuanto más acaparan los enemigos de la vida más batallas
ganan. A las malas noticias siempre le siguen momentos de miedo, ese monstruo
que si lo dejas va comiéndose la libertad. Y vuelven a vencer. Una y otra vez.
Cuántas veces he estado en un
concierto o en una terraza con amigos tomándome algo. Cuántas celebrando un
cumpleaños, sonriendo con ellos compartiendo anécdotas. Y en aquella macabra
noche parisina, así mismo estaba un grupo de amigos. Tranquilos sentados a la
mesa al calor de la amistad, celebrando y disfrutando. Me los imagino en ese
instante en el que te lo estás pasando tan bien que piensas en que vuestra
conexión es especial. Que si estuvierais lejos ninguna distancia podría
separaros. Pero todo de repente es tan frágil como un castillo de naipes que se
desmorona con la cobarde arma que todo lo puede. Te marchas dentro del restaurante y al cabo de
un rato vuelves a esa terraza alarmado por unos estruendos. Ves a tus amigos en
el suelo muertos, a tu propia hermana agonizando. ¿Qué está yendo mal para que
ocurran estas desgracias?. ¿Qué clase de mente humana decide que debes morir?.
Comprendes que pueden arrebatarte la vida y todo eso que estás construyendo con
los que quieres pero no alcanzas a averiguar las razones, simplemente porque no
existen. Alguien, por llamarlo de algún modo llega y lo destruye todo. Ese
instante. Horrible y desconsolador. De imaginarlo siquiera se me hielan los
huesos.
Volví a casa de aquel paseo. Me siento
bien, he agregado bienestar a ese día que retoma la rutina. Cualquier pequeño
ejercicio físico con el que alcanzar algo de paz, eso es lo que necesitaba, un
instante vital. Como colofón, una ducha para renovar energías. Me siento a leer
Rebeca pero la casa está fría. Hace
frío y aún más con esos pensamientos y recuerdos de las noticias que han ido
llegando desde la semana pasada sobre los atentados. Vuelven los pensamientos
de amistades truncadas por el odio enfermizo a la nada. Todo es absurdo y
carente de sentido. Me vuelvo a marchar a escuchar las promesas del sol.
Ahora no hay nadie. Solo yo, mi
libro y el sonido puro del agua. Qué fácil es buscar la paz y, sin embargo, qué
complicado es de entender para algunos despiadados que siembran la barbarie.
Ante mí, una bella estampa del agua cayendo en cascada con el único fondo del
azul del cielo y la luz fuerte del sol. Qué lejos veo ahora las armas. Qué
insignificante me siento sentada en este banco de un parque desierto. Qué mundo
tan complicado para algunos y que sencillo es para el resto. Ojalá podamos prometerle al sol que nunca más tendremos miedo.