Abro los ojos y huelo a
chocolate caliente. No siento frío a pesar de ser casi invierno porque el calor
a fuego lento de la cocina ha llegado hasta mi cama. El olor ha subido por las
escaleras, ha recorrido el pasillo, ha traspasado la puerta, ha penetrado en
las paredes de la habitación y se ha colado entre las sábanas. Parece Navidad
en la calle. Parece. Pero ese día se celebra otra tradición de azúcar, tan
dulce como el instante de “llegar a la cima”.
Esas mañanas de
carrera, de subida al Conjuro, el olor despertaba de nuevo la promesa y todos
despertábamos con ella en casa. Parecía activar nuestros cuerpos en pos de las
emociones, saltábamos de la cama atraídos por el recuerdo más emocionante, el
de un sueño cumplido. El de mi padre. Cada año. La misma fecha. La misma meta.
Subir. Llegar a lo alto del Conjuro, en Motril. Y ya son más de treinta años
desde esa primera subida. La suya. La particular.
Todo comenzó con una
lesión. Como las grandes cosas que nacen de un mal momento. Y ella fue la causa
de la manda que mi padre hizo a la montaña. Así inició su personal tradición.
El primer año subió absolutamente solo. Había colocado previamente alguna
botella de agua durante el recorrido, a casi 800 metros de altitud sobre la
costa granadina. Sin saberlo, estuvo comenzando a diseñar los lugares de los
futuros avituallamientos de una carrera que llegaría a significar tanto en su
vida. Pero nunca piensas que algo puede llegar a inundarte de esa manera. Que
tu particular cita con la montaña, íntima y subjetiva, puede llegar a ser una
cita multitudinaria, colectiva. Como con los años llegó a ser.
Porque al siguiente año
fue su gran amigo el que lo ayudaba en esa tarea de hidratarse.
Igualmente mi hermano, ahora atleta también como lo fue mi padre, lo acompañaba
con el vespino blanco de la familia. En el transcurrir de los años, fueron
varios amigos los que subían esa montaña con él. Y así, la promesa se fue
haciendo grande poco a poco. Nunca pensó mi padre que llegarían a seguirle en
su pequeña y maravillosa locura. Y aún más interesante: Que su tradición se
convertiría también en la de otros. Una prueba de que confiar en algo es
contagioso. Y al final todos confiábamos en una sola cosa. En que el Conjuro
siempre nos recibiría año tras año para acogernos. Allá en lo alto. Para dejar
de estar solo.
Y llegó aquel olor que
nos hacía levantarnos temprano. Gracias a las manos de mi madre y mi tía, que
cada Navidad preparan sus famosos y riquísimos roscos de azúcar, y que se
unieron también a la tradición. Empezaron a ir en la furgoneta del taller de mi
padre con un pequeño termo de chocolate y una bolsa de roscos para los escasos
e intrépidos deportistas contagiados. En lo alto hacía tanto frío que poder
tomarse todo aquello era una auténtica bendición.
Con los años, cuando la
primera edición de la carrera por fin figuraría en el panorama y calendario del atletismo
granadino, las hermanas aseguraron que serían capaces de
darles roscos a los corredores cuando llegaran a la meta. “Ya que hacemos unos
pocos, qué más da unos cuantos más”, dijeron. Así que, con la primera Subida al Conjuro acudieron también ellas sorprendiendo a atletas, curiosos
y familiares en la meta.
Llevar los roscos y el
chocolate a lo alto en aquella furgoneta, con todas las curvas del recorrido,
no era tarea fácil. Poco a poco fueron cogiéndole el tranquillo, sumando
anécdotas y disfrutando de todo aquel trabajo laborioso que las implicaba a
ellas y a su amiga Isabel, que siempre aportaba su eterna ayuda y su familiar
termo de café con leche, en una auténtica aventura donde las sonrisas siempre
estaban aseguradas.
Recuerdo que bajaba
las escaleras por la mañana temprano, y mi madre ya tenía preparada una olla
gigante de chocolate caliente. Tanto, que el calor soportaba todo el viaje a la
cima y esperaba a los corredores llegar. Hay temperaturas tan cálidas que
aguantan en la espera porque están destinadas a saciar sonrisas, a hacer
felices a los demás. Ellas también. Les salió de corazón la idea de implicarse
de aquella forma y en una apremiante jornada matutina lo dejaban todo listo
para desplegar en el alto del Conjuro aquel stand rudimentario que siempre
estaba tan solicitado.
Todos querían calentarse y saborear aquel instante de
magia.
El día de la carrera, llegar con ellas a lo alto, las primeras, cuando aún no hay nadie, era mágico. Con un frío que cala los huesos. Un año hasta había nieve en el borde de la carretera, recuerda mi padre.
Montar la meta y ver que, en cuestión de pocas
horas (no sé cuántas, se me hacía largo aquel rato esperando) aquello estaba
abarrotado de gente aplaudiendo, recibiendo a los valientes que subían
corriendo aquellos 18 kilómetros desde el Cerro de la Virgen de la Cabeza de
Motril.
Fueron unos años
dorados, las primeras ediciones, en los que la familia estuvimos implicados en
la organización de la carrera. En el día de la prueba y todos los que le
precedían, había mucho por hacer, por organizar. Con las endorfinas funcionando
a mil por hora por cada sensación que nos regalaban aquellos últimos días de
noviembre y primeros de diciembre. Mi padre capitaneaba todo el trabajo en la cochera de mi casa, haciendo las bolsas que recibirían los corredores al llegar a la meta. Hay días que nunca se te olvidan. Como tener a campeones del mundo entre nosotros, subiendo como el resto a lo alto del Conjuro.
Martín Fiz en la meta en la octava edición de la Subida al Conjuro
Creo que cualquier
corredor que haya participado puede sentir el fulgor de esta prueba, dura y
maravillosa a partes iguales. El deporte da una lección que solo entiende el
que la vive. Respiras. Has llegado. Y no sientes el cuerpo, está anestesiado. La alegría de alcanzar la cima del Conjuro. Después del
duro entrenamiento, de los días de nervios, de la dureza del recorrido.
Ni
quiero imaginar el sufrimiento que precede al instante.
Solo sé del frío que cala en los huesos. Allá en lo alto
del Conjuro.
La promesa continúa y el domingo subiremos contigo, papá.