Comenzaba a caer la tarde cuando el
bosque nos dejó “sin servicio” en el móvil. Lejos de cundir el pánico, en mi
interior de repente me sentí liberada. Segura, como la sierra que ya me saludaba
con sus troncos serpenteantes. Poderosa, como la Reserva de la Biosfera que nos
recibía entre paisajes espontáneos.
El Parque
Natural de las Sierras de Cazorla, Segura y Las Villas nos dió la
bienvenida, regalándonos sin pretensiones el volver a sentirnos únicos dueños de nuestro
tiempo.Y activamos sin remedio el "modo" avión en el teléfono, para viajar y sobrevolar aquellos parajes, patrimonio del corazón verde y profundo. Para hacer nuestros los escenarios donde poder dejar nuestra huella. Y, ahora, en cada piedra permanece nuestro legado de improvisados viajeros bajo nubes algodón.
"A veces debes perderte para encontrarte"
Y pasamos en cuestión de horas de una realidad a otra. El poder de la
tecnología se perdió en alguna parte, entre el verde escenario y el musgo
amarillo de los troncos, entre el agua y los caminos. Y, el asfalto volvió a su
primitiva esencia de tierra y los cielos contaminados quedaron ya por un
instante muy lejos, dejándonos ver por la noche las estrellas.
Y lo que pasaba
a cientos de kilómetros dejó de ser importante. Y compartir en redes sociales
cada momento ya no era una “necesidad”. Y “espiar” lo que estaban haciendo los
demás dejó de ser curioso o interesante. Porque respiraba por fin el aire que
sobrevuela la mágica atmósfera de la liberación. Y solo quería compartir con
ella el tiempo.
{La vida es escurridiza. Y todo es
cuestión de cálculo. Cuántas veces te has perdido una sonrisa, parte de una
conversación, un chiste, un momento entre amigos, y tantas otras cosas e
instantes por culpa de la pantalla del móvil. Haz la suma y no te saldrá la cuenta. La cuenta de las veces que
has estado conectado a una realidad que ni tan
siquiera era la tuya}
En desconexión, me sorprendí trabajando en
esos verbos de los que nos olvidamos muchas veces.
El
agua caer, libre y natural, en cascada, el águila sobrevolando su hábitat, la
vida creciendo en un pequeño charco creado por las lluvias y la nieve, la flora
brotando entre las rocas naturales pintadas por el tiempo de negro y gris. Y
recargué solo la batería imprescindible, la de las emociones sencillas. Y tomé prestado
de aquel entorno sus matices. Y resultó que aquello fue mi gran epifanía.
Dicen que en
cada lugar que visitamos se queda una parte de nosotros. Secretos guardados entre
las montañas, donde la fría brisa parece resucitarnos y extraer de los poros de la piel los excesos de
aquellas cosas que resultaron carecer de sentido.
(Y comencé a temerle al domingo, el que siempre te devuelve a la realidad estés donde estés)
Nos reencontramos
entre nosotros, los amigos. Y encontramos finalmente el camino. El mapa que cogimos para saber la ruta acabó pronto en la mochila, junto a la naturaleza que pudimos recolectar como recuerdo para el regreso a casa.
Por la noche apagábamos la luz de la casa y
salíamos al exterior para intentar averiguar las constelaciones. Y fue la oscuridad la que iluminó dentro de nosotros una idea, el valioso poder de desconectar, de reconectar.
Cuando uno viaja a la Sierra de Cazorla siempre parece dejarse allí el corazón. Yo dejé una confidencia, un secreto, quizá una promesa durante los felices y efímeros días de desconexión móvil. Y ya no eché de menos ciertas cosas, ni sentía dolor por algunos pensamientos. Me dejé llevar y me perdí. Me alejé a un lugar mejor donde encontrarme.