Al igual que las grandes cosas,
que muchas veces se conservan en frascos pequeños, los pequeños gestos cotidianos
que hacemos por los demás, y por nosotros mismos, pueden hacernos grandes. El
mundo siempre será mejor por las pequeñas cosas, por las pequeñas piezas que
vamos colocando en la construcción de nuestra vida.
Las grandes cosas no llueven del
cielo ni aterrizan en nuestra azotea. Es el reloj de cada año el que encierra
el correspondiente tiempo, es la paciencia de los días disfrutando los frutos
del trabajo, son las grandes recompensas que aparecen cuando ya habías olvidado
lo grande, simplemente, apreciando lo pequeño. Un mundo de pequeñas cosas
siempre forjará un gran mundo, sin varita mágica ni hadas de cuento, solo con
la intención de hacer lo que esté en nuestra mano para tocar la sensibilidad de
los demás con gestos amables.
La filosofía budista, que enseña
que una buena acción será recompensada con otra buena y que la vida te
devolverá lo que le das, es la que se centra en el karma, responsable de la cadena de
altruismo, bondad y generosidad para con los demás, necesaria para que haya una estabilidad social, tan frágil como la vida misma pero, a la vez, fuerte si se fabrica entre todos.
Al final todo es energía. La positiva e invisible, la que enciende la luz, la que
abre la ventana y salta la barrera que nos hizo caer. El empuje viral y cósmico
de las buenas acciones, a favor del bien que nos produce ayudar y ser ayudado.
Hace algún tiempo leí Maldito Karma, de David Safier.
Divertido y valiente, fue un libro que me gustó por cómo estaba escrito y por
todas esas cosas que te enseña, a pesar de que tropiezas con ellas cada día
desde que te levantas de la cama. Se basa en la manera en que las enseñanzas de
Buda, basadas en el karma, pueden ir dirigiendo el destino de un alma que dejó asuntos
pendientes en la tierra. Lleno de imaginación y esperanza, el libro de Safier
te enseña que el karma siempre te puede obsequiar con una nueva oportunidad de
ser mejor.
Y volviendo a pequeños "frascos" que
encierran grandes tesoros, y sin alejarnos demasiado del mundo literario, tengo
que reconocer que hay algo que me engancha de los micro cuentos. Son minúsculas
historias que, como pasa muchas veces con el relato corto, están abiertas a las
distintas apreciaciones de los lectores, pero lo que más me gusta es que
encierran grandes mensajes. Mi hermana me ha contagiado su amor a las lecturas
de estos diminutos regalos que enriquecen a los que los leen. Ella es seguidora
de la periodista Mónica Carrillo, quien es bastante aficionada a publicarlos.
Uno que me gusta mucho (incluido en su libro La luz de Candela), dice así:
Los micro cuentos ignoran los
puntos suspensivos, porque no los necesitan. Los lees, y sabes que, como pasa
con la poesía, encierra un significado que, si te enamora, te sientes en la obligación de
intentar descubrir. Aunque tal vez no consigas encontrar el sentido que le dió su autor, si logras que te transmita algo bueno, interesante, intuitivo y fascinante, el poema se hará tuyo, por tu particular forma de entenderlo y apreciarlo.
Y, ya que os hablaba antes de
pequeñas cosas que empujan buenas acciones, las obras audiovisuales se sirven
del poder de la imagen para hacer al espectador sufrir y disfrutar, reír y
llorar, con esas historias de incalculable valor humano. Tan pequeñas, como
grandes son sus mensajes.
¿Qué tienen en común estos personajes?,
nos preguntaba una mañana Margarita, nuestra profesora de inglés. El primero,
es una señora mayor al que se le rompe el coche en medio de una carretera. No
tiene cobertura en el móvil, todo está desierto y decide esperar dentro del
vehículo. Otro coche se para detrás suyo. De él se baja un hombre con tatuajes,
que se acerca al coche de la mujer. En la ciudad, una chica embarazada acaba de
recibir un aviso de impago. Si no abona la cantidad señalada, le quitarán su
casa. En el restaurante donde trabaja de camarera no pueden ayudarla,
desesperada, continúa trabajando a pesar de estar a un mes de dar a luz. Sin
saberlo, los tres terminan en un círculo de buenas acciones que nos enseña dónde
reside la verdadera riqueza de los pequeños gestos. Se trata de un cortometraje
de origen australiano, ganador del Tropfest (un prestigioso festival de cortos)
de 2013.
Aunque esté en inglés, merece
mucho la pena ver el corto, os lo dejo por aquí:
Al salir, una compañera y yo,
comentábamos el cortometraje y la historia que unía a los tres personajes.
Ella, que es psicóloga, me decía que era muy importante enseñar a los más
pequeños a ser buenas personas y, sobre todo, a tratar bien a la gente. Y es
que, si un niño nunca ha recibido cosas buenas por parte de nadie, de mayor
será mala persona, y no porque sea culpa suya, sino porque nunca ha conocido
otra cosa.
La sensibilidad social es algo que puede florecer en cualquier rincón del mundo. Puede adquirirse a lo largo de la vida con ayuda de los que conviven junto a nosotros, poniendo un poco de empeño, no es tan complicado obsequiar a la vida con una sonrisa y con buenas acciones a los que nos vamos encontrando por el camino.
La sensibilidad social es algo que puede florecer en cualquier rincón del mundo. Puede adquirirse a lo largo de la vida con ayuda de los que conviven junto a nosotros, poniendo un poco de empeño, no es tan complicado obsequiar a la vida con una sonrisa y con buenas acciones a los que nos vamos encontrando por el camino.