A lo largo de este verano no he dejado de pensar en el confinamiento de meses atrás. He vivido experiencias, nuevas o no, y las he sentido casi como si fuese la primera vez que las vivía. Ha sido un verano diferente, con aforo limitado, convivencia reducida, cambiando nuestra forma de relacionarnos, pero no puedo remediar sonreír y dar gracias por todo lo vivido ahora que septiembre nos pide que confiemos en el tiempo y en la cura para este nuevo curso.
Cuántas veces, observando la bicicleta de mi infancia colgada en la pared del garaje, he recordado las interminables horas paseando con ella cuando era niña. Siempre la he querido arreglar, pero allí sigue. Ahora agradezco ese instante en que, en el pueblo de Ricardo conseguí vencer los miedos y me lancé después de tanto tiempo a aquella carretera preciosa sin importarme el viento que amenazaba la estabilidad del manillar. “Aquí tenéis las llaves del candado para que cojáis la bici cuando queréis”, nos había dicho mi cuñada días antes. Y menudas agujetas los dos días siguientes. Benditas ellas, alojadas en mis cuádriceps para recordarme lo bien que me lo había pasado yo sola en aquel instante de libertad.
Aunque no nos tocáramos, aunque en las conversaciones siempre se colaba el mismo tema, nunca hemos dejado de creer en que esto tendrá un final.
Tras lo vivido este verano, no puedo evitar pensar en todo lo bueno que vendrá. Sea un truco ilusorio o no, a mi memoria acuden los recuerdos de esa bici y las puertas de colores de aquel pueblo precioso. Porque todo pasa y todo llega, septiembre ya está aquí, tímido y lleno de dudas, al mismo tiempo que parece que se precipita.