Estoy sentada a la sombra, en una gran esterilla que cubre el
césped. Desde aquí veo la entrada a la mezquita que luce esplendorosa ante el
verde jardín. A mi alrededor hay mucha
gente. Unos llegan de Salobreña o Motril, otros de La Puebla de Don Fadrique, algunos
de Granada… quién sabe de cuantos sitios más. El goteo es incesante y el día se antoja demasiado
corto para una temprana despedida.
Los árboles me abrigan mientras recuerdo su sonrisa. Para unos era la de Alia, para otros la de Conchi. Los sentimientos no miran religiones. Alia me hizo reír, ojalá hubiera sido en más ocasiones. Conchi mostró a muchos una lección de vida que ahora más que nunca hay que llegar a apreciar, a
entender. Que todo es sencillo y bello, que nada debe corromperse ni forzarse.
Que todo es alegría y ganas de comerse el mundo de la manera que cada uno
pueda o quiera. Que hay que regalar cuanto tenemos a los demás sin esperar nada, porque
ya con eso tenemos lo que nos hace felices. Que no hay que distinguir entre dioses ni oraciones, sino seguir a nuestro corazón libremente.
Dicen que marchó al paraíso a la hora del magrib, la oración
del ocaso. A la tierra volvió una mañana de verano, bajo las nubes y el
cielo azul profundo que ahora es su reino. Continúa su camino en otro
mundo, mucho más bello que éste, sin sufrimiento ni miedo. Dichosos aquellos
que disfruten ahora de su risa sonora y generosa, contagiosa y sincera, de esas
que calan y llegan lejos, que nunca mueren porque son eternas en el recuerdo de los que la quisieron.
Estoy sentada a la sombra, en una gran esterilla que cubre el césped. Una gran familia me acompaña y comenta: -Cuanto le gustaba a Conchi reunir a todos en casa.
Estoy sentada a la sombra, en una gran esterilla que cubre el césped. Una gran familia me acompaña y comenta: -Cuanto le gustaba a Conchi reunir a todos en casa.