El hechizo de una ciudad es cautivador. Para la bueno o lo malo, algo tuyo se queda en ella cuando te marchas
Al igual que ocurre cuando llegas a las últimas páginas del
libro que tienes entre manos o con la tostada a las diez de la mañana,
devoramos la ciudad de Dubrovnik. Y, como pasa con la literatura que te atrapa,
con los amores que surgen de una mirada o con el atardecer violeta extendido sobre
el mar, los viajes se agarran a ti como aliciente, dispuestos a aportar algo nuevo
a tu vida. A darte una visión que antes no tenías.
Había que atracar de nuevo, y lo haríamos en una ciudad que
despierta pasiones o, cuanto menos, especial atención o curiosidad. En el
banquete de boda, uno de los invitados me hizo prometerle que le contaría qué
me había parecido, pues tenía pendiente desde hace mucho acudir a la ciudad
croata invadido por la curiosidad de cuantos tesoros, estaba seguro, se
encerraban tras su muralla. Y, como aquel, ya teníamos en la cabeza muchos
comentarios positivos del nuevo destino, como cuando te hablan mucho de la
misma película antes de que vayas a verla al cine.
Eran las cinco y media de la mañana cuando, en aquel
despertar marinero, ya era visible desde el barco la costa de Croacia. La
historia del puerto de la costa Dálmata, Dubrovnik, estaba estrechamente ligada
a Venecia y por sus calles se habían rodado escenas de la famosa serie Juego de
Tronos, cuyos seguidores pueden contratar una excursión especial que los lleva
por los escenarios del rodaje (aunque está tan solicitada que hay que reservar
con tiempo). Poco más sabíamos de la que llaman la perla del Adriático cuyos encantos ya se apreciaban desde el punto
donde nos dejó el autobús, un mirador donde divisar parte de
la muralla que guarda toda la ciudad.
Cuando un bus nos llevaba del barco al centro de las ciudades
la impaciencia se apoderaba de mí. No sé si os pasa lo mismo cuando llegáis a
un sitio nuevo de excursión. Te arden los pies deseosos de pisar el asfalto
(que por otro lado ya tienen ganas de huir del autobús) y, al divisar a lo
lejos la presa, te lanzas a las calles (porque ya desde la ventanilla has visto
el mirador maravilloso que hay a unos pasos).
Casi corriendo llegas a algún sitio donde enfocar bien la
cámara, que ya has ido sacando del bolso mientras trotabas nervioso (con tu
pareja preguntándote –¿Por qué corres? ¡Que vas a tirar el móvil!). Pero tú, avanzas
más rápido para inmortalizar la estampa como si el monumento, playa o iglesia
se fuera a marchar de allí o se la fueran a llevar como en aquella película de
Robin Hood en la que se llevan el castillo de su familia por impago.
En general, a veces nos puede la impaciencia pero qué podemos
hacer nosotros. Las ganas no pueden contenerse y huir de un autobús siempre es
una buena idea. No sé vosotros pero preferiría desplazarme en helicóptero (y eso que tengo
miedo a las alturas). Supongo que con los años volverán a gustarme los
autobuses aunque dudo si alguna vez lo hicieron.
Y así, con carrera incluida, otro día mágico de posibilidades
se presentaba ante nosotros y nuestros pies fueron recibiendo altas dosis de adrenalina.
Para empezar nos planteamos un paseo recorriendo toda la
muralla de principio a fin. Desde cualquier punto del recorrido retratamos espectaculares
estampas de la ciudad.
Cada vez que
nos asomábamos destapábamos un nuevo trozo de mar, paisajes de rojizos tejados
o fortificaciones que se levantaban ante nuestros ojos.
Es por ello que nos tomamos nuestro tiempo para contemplar
cada vista, inquietos por continuar nuestro camino de descubrimientos y
admirados de todo cuanto veíamos. Y, estaba claro, no echábamos nada de menos
el autobús y, aún menos si era para irnos de vuelta.
El puerto fue sin duda uno de los lugares más pintorescos.
Siempre me ha encantado ese adjetivo. Pintoresco. Porque abarca todo lo
diferente y original y porque mi padre estuvo bastante tiempo utilizándolo para
todo. Al final acabamos todos en casa aprendiendo el sentido de esa palabra tan
pegadiza. Eso y que el Pisuerga pasa por Valladolid. Le dio por preguntarle a
todo el mundo el nombre del afluente del Duero, hasta a Ricardo que, recién llegado a casa (cuando le presenté a
la familia) se quedó con cara de examen sorpresa.
Paseando por el centro de Dubrovnik vimos a una pareja del
barco que nos preguntó si habíamos ido al puerto y nos recomendó continuar a la
derecha cuando parecía que se acababa el paseo. Cuando llegamos vimos que se
podía caminar por estrechos balcones de piedra bañados por el mar para seguir
descubriendo muralla, pequeños espigones y panorámicas cada vez más
espectaculares.
La coqueta Dubrovnik resultó ser toda una sorpresa. Puentes,
iglesias, plazas y tiendas respiraban historia y todo nos pareció realmente
mágico, como si estuvieras dentro de un cuento. Protegida, cercana y
rematadamente hermosa, la perla nos
robó el corazón.
Tan lejos llegó su hechizo que nos olvidamos que el crucero estaba
llegando a su fin y que al día siguiente, cuando regresáramos de Venecia,
pondríamos ya rumbo de nuevo a Bari, donde debíamos proceder al último
desembarco. Se acercaba ya la despedida del que sería uno de los grandes viajes
de nuestra vida, el primero como casados.
El último Diario di
bordo se escribiría, sin nosotros saberlo de antemano, entre aguas algo turbulentas,
pues la última noche en el barco fue la única en la que notamos con fuerza un
movimiento exagerado del barco debido al mal tiempo que irrumpió de golpe a
modo de despedida. Sin embargo durante la cena los camareros tenían un baile sorpresa que amenizó la velada y nos hizo olvidarnos del pequeño mareo.
Pero aún teníamos que quemar el último cartucho y de nuevo se
avecinaban fuegos artificiales. Venecia nos esperaba. Y, así, al amanecer del
siguiente día despertamos ansiosos por desayunar y salir a cubierta. Los
pasajeros íbamos a poder ver la plaza de San Marcos desde el barco en
movimiento y ese era un gran momento que no podíamos perdernos.
Las emociones eran muchas porque, además, el recuerdo del
atardecer anterior aún seguía muy vivo en nuestra piel. Esa tarde nos
despertábamos de la siesta con una nueva salida al balcón para contemplar las
vistas. Un nuevo camino blanco de espuma nos unía ya de nuevo al sol italiano.
Las afiladas olas saludaban otra vez marcando rumbos venecianos. El cielo
jugaba a claroscuros con reflejos amarillos que se paseaban a su antojo por el
mar picado.
Pero esa mañana, ya acercándonos a la ciudad italiana no nos
importó el nublado cielo pues despejó algo y pudimos bajar del barco con buenas
sensaciones.
La llegada a Venecia no fue de todo como esperábamos. La
ciudad estaba bastante masificada. Era domingo de pascua y los turistas se
contaban por docenas en cada pequeña calle veneciana. A pesar de los momentos
de agobio intentando pasear entre la multitud, pudimos disfrutar de pasadizos
desiertos, puentes donde fotografiar alguna estampa a solas con la ciudad y un
paseo íntimo para dos en góndola.
Y, mientras recorríamos la ciudad bajo sus canales recordé la
preciosa película Más fuerte que su
destino. Una romántica historia de amor que nos sitúa en la Venecia del S.
XVI, cuando las cortesanas disfrutaban de privilegios únicos. Verónica Franco (Catherine McCormack), decide unirse a ellas alentada por su
madre ya que, sin remedio, debe renunciar al amor de su vida. Éste, al ser
noble, tiene que cerrar un matrimonio de conveniencia y a ambos protagonistas
no les queda otra opción más que vivir sus vidas separados en un mundo dominado
por las apariencias.
La poesía, el poder de atracción que genera en los hombres y
su personalidad embriagadora hacen triunfar a Verónica como cortesana mientras
ella y su amado, Marco Venier (Rufus Sewell), intentan luchar en contra de sus
sentimientos. Un emocionante final resolverá la trama pero sobre todo dejará en
las últimas escenas un nudo en la garganta en el telespectador.
“Me arrepiento de no hallar otro camino ante mí, no me arrepiento de mi vida.”
Y mientras recorríamos abrazados los canales venecianos recordé aquella escena del primer beso de los protagonistas sobre una góndola
Ya de nuevo a bordo, justo al salir otra vez al balcón
comenzó a llover. El cielo rompió lo que llevaba guardándose en silencio toda
la mañana y nos sentimos afortunados por estar bajo techo, el agua podría
habernos pillado en la lancha de regreso al barco. Esto ayudó a que no sintiéramos gran tristeza de apearnos próximamente de nuestro sueño marinero.
Había que volver a España y decir adiós al barco en el que
nos habíamos dejado arrastrar con las olas y la espuma de cada nueva jornada,
abiertos a nuevas experiencias y a que el día nos sorprendiera por sí solo.
Escribimos nuestro propio diario de abordo, no solo en nuestro corazón sino
también en la esperanza de que aquella magia surgida en alta mar se quedara de
alguna forma en nuestras vidas y nuestros recuerdos.
Nos quedamos a solas una última vez con nuestro camarote y
nuestro balcón. Cerramos la puerta y memorizamos el número de aquel sueño
encerrado en cuatro paredes. Las mañanas preparándonos para las excursiones,
las tardes viendo atardecer, alguna que otra siesta para reponer fuerzas, las
noches memorables y los despertares visualizando nuevos horizontes.
Algo nuestro se quedó allí, amor. Y los tenemos ya en la piel, todos los destinos. Todos los momentos. Los instantes de nuestro pasear por la vida, bendecida por tener tus manos. Las que busco para no separarme de ti por las calles, las que encuentro siempre antes siquiera de empezar a soñar.
“Una vez que has viajado, la travesía nunca termina, sino que es recreada una y otra vez a partir de vitrinas con recuerdos. La mente nunca puede desprenderse del viaje”Pat Conroy