Se trataba de improvisar, de
contar una historia a partir de un objeto y un estado de ánimo. Elegidos al
azar por ese “público” que completaba los rincones de la habitación, ambas palabras
fueron buscando su hueco en la imaginación de los participantes. Sin querer,
aquellas invenciones acabaron pareciéndose demasiado a la vida. A lo cotidiano.
A las verdades que, de tan evidentes, pasan desapercibidas. Muchos relatos iban
haciéndose importantes, despertando emociones en el que escuchaba,
sorprendiendo al que lo relataba. Y, a través de un tiempo limitado y de unos
pasos que tan solo abarcaban los dos extremos del aula, las historias fueron
siendo contadas a oídos de quienes debían caminar con los emisores hasta la pared,
la que tantas voces guardaba, donde en tantas ocasiones se han escuchado los sonidos
de aquellos que, ávidos de aprendizaje, habían alzado al aire sus señas de identidad
buscando a la vez algo que les hiciera conseguir ser mejores para lograr sus
sueños.
Mi palabra fue sacapuntas. Mi estado
de ánimo, tristeza. Quien me las adjudicó solo jugaba, igual que el resto. Se
trataba de improvisar, de ingeniar la manera de salir airosos del ejercicio. Pero
luego, se fue convirtiendo en una práctica que nos devoraba por dentro,
haciendo que cada vez quisiéramos más y más. Era divertido. Y, allí,
encontramos una forma original de aprender, y descubrimos que ésa era la que más
nos gustaba, la que siempre debería existir. La educación que se sirve del
motor de las motivaciones para sobrevivir y ser aprovechada al máximo. Una enseñanza que haga despertar a la curiosidad por saber más, la
creatividad que estalla por todo el cuerpo cuando éste se ve expuesto a la posibilidad tanto del éxito
o el fracaso, los muelles que hacen saltar los sentimientos y las emociones buscando
en los recovecos de la memoria una fuente donde beber de la experiencia.
Y así, paralizada me quedé al oír
las dos “herramientas” con las que debía forjar una trama en ¿30 pasos?, no lo
sé, no los conté, pero pensaba que eran demasiado escasos como para culminar
con decencia la “prueba”. Los primeros los hice en silencio, bloqueada ante el
reto que me planteaba la improvisación. La tentativa de abandonar no existía porque el ejercicio suponía un reto en el que deseaba sumergirme, me gustaba la idea
de imaginar en voz alta y, sobretodo, me atraía la idea de jugar a ese
espectáculo de unir frases, que nunca sabes a ciencia cierta si van a tener sentido,
pero que te mueres de ganas de intentarlo para ver el resultado.
El resto de compañeros ya había
comenzado su historia, con su respectivo par de palabras, todos teníamos uno
diferente, Mi estado de bloqueo atrajo tras de sí el interés del profesor,
quien se pegó a mí diciéndome –empieza con lo que sea, da igual, que se te
acaba el tiempo. Mi recurso natural, sin proponérmelo, siempre es el de
asemejar las cosas a la vida real, buscando similitudes con mis apreciaciones
de cómo entiendo el mundo, de cómo lo siento. Tenía que empezar, así que me
puse en la piel de un sacapuntas.
Conductor de vida y muerte, el
sacapuntas es capaz de darle vida a un lápiz, a la vez que se la quita. Con él
se dibuja, se escriben relatos y libros, se diseñan planos, se dislocan las
líneas que pervierten las sombras sobre el papel. El sacapuntas ayuda al lápiz
en su trabajo de construir vidas, al mismo tiempo que va matándolo, ya que
va haciéndose cada vez más pequeño, hasta desaparecer. Y durante ese proceso,
el lápiz ha creado toda la belleza de la que ha sido capaz, durante el tiempo
que le ha sido otorgado. No es sólo el matrimonio que ayuda a materializar la
imaginación y la representación de todas esas obras de arte que han nacido
gracias a él, que, por cierto, nos hacen ser mejores seres humanos, porque
estimulan nuestros sentidos. Es además una relación real que lleva existiendo
durante toda nuestra vida, sin apenas percatarnos de la metáfora de sus logros.
El sacapuntas guarda en sí mismo la tristeza y la alegría, el poder de un trazo
que se hace grande al ser presentado al público, la magia del libro que siempre
guardas en tu repisa. Todo empieza con un lápiz, que debe morir para seguir
creando obras de arte, o bocetos de lo que algún día lo serán. Es ahí donde
reside la tristeza, en la metáfora de una relación que tiene los días contados
pero que, mientras dura, llena todo de vida a su paso. Una prueba de que la tristeza también tiene su lado bonito.
Y con esta sonrisa me despido hasta la próxima. Que paséis buen fin de semana :)