Hay días que noto mucho los
efectos nocivos del abuso el móvil, de pasar tantas horas frente a la pantalla.
Y me digo que lo voy a abandonar un rato largo para desconectar, pero entonces
necesito cogerlo para algo del trabajo o para enseñarle una foto a alguien o
para mirar la lista de la compra. Y así, no hay manera. Lo peor es ese pensar “por
una vez más que lo coja no pasa nada”. Lo uso mucho para hacer fotografías y se
llena la memoria enseguida. Hoy he pensado que de seguir así corro el riesgo de
vivir dentro de una fotografía en vez de en la vida real.
Hay días, que, de verdad, tiraría
el móvil por la ventana. Últimamente, es una relación de amor odio porque me
doy cuenta de la dependencia que crea y de que escapar de ella parece
imposible. Es en esos momentos que me acuerdo de un amigo que no tiene ni siquiera
WhatsApp y pienso, qué feliz debe vivir.
El sábado fuimos a comer los tres
a un restaurante que nos encanta. Cuando estábamos terminando se sentó en la
mesa de al lado una familia y nada más acomodarse sacaron todos los móviles y
así estuvieron hasta que les trajeron los platos, los tres sin hablarse, ni una
palabra. Creo que es fácil de imaginar y os sonará la escena. Caí en la cuenta
de que nosotros no habíamos tocado el móvil en toda la comida, solemos hacerle
fotos al peque así que hubiese sido lo “normal”.
Mientras estás con el móvil es
como si tu mente se introdujera en una nebulosa,
lo cogemos casi siempre por inercia y nos genera en realidad un vacío. En aquel
bar disfrutando los tres de nuestro tiempo dejamos en el bolso al ladrón de
momentos y nos sentimos plenamente conscientes de lo que estábamos viviendo. Sin
decidir previamente apartarnos del móvil, simplemente actuando como si no
existiera. Como si fuésemos todavía esos niños que crecieron sin conocer toda
la tecnología que ahora nos acapara. Me da pena que hoy en día nos cueste tanto
lograr que todos los momentos importantes sean así, ausentes de pantallas.
Con esto del uso del móvil también
recuerdo mucho una anécdota. Un día le pedí a una amiga que me hiciera una foto con el móvil pero se negó en rotundo. Me
llevé una sorpresa y una desilusión. Pasaron las horas
y la casualidad hizo que nos quedáramos las dos solas a la hora del café en la terraza.
En silencio, fue un momento de bastante paz porque estábamos en mitad del
campo. Y, sin mencionarle el asunto anterior (ya se me había olvidado) ella
comenzó a relatarme lo agotada que estaba del trabajo. Cogió un momento el
móvil y lo soltó asqueada contándome que tenía muchos emails que contestar y no
podía más. “Y por eso no quería coger su Iphone, es que estoy harta. Y tengo que
cogerlo sí o sí por trabajo”, me dijo. Yo no le había dicho nada, pero se ve
que ella se sentía algo mal por no haberme hecho aquella foto y necesitó
desahogarse. Comprendí la importancia de no juzgar a la ligera.
El otro día hablaban de la sensación
de falsa felicidad que nos aportan las redes sociales, del consumo de vidas
ajenas que parecen perfectas. Esa pequeña adrenalina inconsciente que sientes
mientras tu dedo se mueve en dirección al icono de la aplicación. Y se abre, y
la pantalla se ilumina. Y hay ritmo. Y sientes curiosidad de ver qué pasará ahí dentro.
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