Las calles parecen
postales de recuerdo. Paseamos por ellas y se nos llenan las
retinas de momentos vividos. Tengo esa sensación cuando voy a Granada y paseo
por el que fuera mi barrio durante la época de estudiante, la de sentir
una nostalgia constante. Una eterna resaca. Busco en las fachadas los balcones
de los pisos donde convivimos, al igual que ahora cerca de mi casa busco
la mesa de la terraza donde otras veces hemos comido con amigos. Las calles siempre
estarán llenas de nosotros, aunque ahora nuestros pasos se han tornado algo tristes.
No deja de repetirse un
recuerdo en mi cabeza. Es de hace muchos años. Emprendo la vuelta a casa por Camino de Ronda bien temprano, aún está todo
cerrado. Llevo puesta la ropa de la noche anterior. Un top rojo al cuello y pantalones negros, los tacones en la
mano porque los pies aún no se han recuperado. Llevo unas zapatillas de casa
que me han prestado y voy dando chancletazos por las calles vacías. Granada y yo, las dos solas despertando. Ese sentir que son tuyas las
calles. Hay ciudades que guardan tus secretos, que nadie más conoce. Solo tú y ella. De
día o de noche las calles siempre nos están esperando.
Voy a la
frutería, paso por el banco, compro el pan y el periódico. Hay días que me digo que ir a la farmacia cuenta como salir, una ocasión de quitarme la ropa de estar por casa. A veces dar una vuelta significa sentirme perdida. En las entradas de
muchos sitios aguardan colas para respetar el aforo y en la propia calle surgen conversaciones entre desconocidos, casi siempre por la mascarilla o las distancias. "Si yo no voy a pegaros nada", dice un señor con la mascarilla en la barbilla.
Sin poder viajar, nuestro
respiro ahora son las rutas de senderismo. Un puñado de almendras y nueces para el camino y un sándwich para almorzar, sentados en unas rocas bajo la sombra. Ante nosotros, el paisaje se despliega como un mapa de
papel.
Con el placer de estar en plena naturaleza, junto a ese silencio y la tranquilidad que se respira renovamos energías.
En nuestra última ruta llegamos a un camino asfaltado repleto de cortijos. Allí vimos a una familia, sentados en su porche con música alegre sonando. Un pequeño desvío de
tierra nos hizo llegar a una pequeña casa donde no había nadie. Un sauce llorón
ocupaba gran parte de la explanada de la entrada. Las puertas de madera estaban pintadas
de amarillo. Me senté a observar aquella estampa.
Con tanta belleza y luz bonita a mi alrededor, en un instante me vinieron a la mente las calles vacías, ese campo parecía entero para nosotros. Al
fondo, las ruinas de un castillo serpenteaban la montaña. Volvimos a casa por las calles de siempre, aunque no lo parecieran. Son calles que están más solas, calles tristes, calles donde se pide ayuda. Antes y ahora, nos esperan las calles. Las calles siempre nos llevan a donde queremos ir.
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