Desde niña me acostumbré a darle besos a mi padre y mi madre
antes de irme a dormir y al despertarme. Sellaba los “buenas noches” y los “buenos
días” así, con amor. Y crecí, y continué haciéndolo. Y si no lo hacía me sentía
rara, mal, parecía como si le hubiera fallado a mi corazón.
El
estómago se encogía y se apoderaba de mí un sentimiento de vacío. En las contadas
ocasiones en que eso pasaba, les recompensaba con un beso inmediato, a cualquier
otra hora del día. Y aquel vacío se llenaba sonoramente con la inesperada muestra de
afecto, y los nuevos besos eran igual de valiosos. De una forma u
otra, se restauraban y el ritual reparaba el agravio emocional que había sentido.
El dejar la casa de mis padres, y mudarme, no hizo cambiar
mis costumbres porque ya formaban parte de mí. Eso sí, por la distancia,
aquellos besos ya no eran tan cuantiosos. Se reducían al viernes, sábado y
domingo que estábamos en Motril. Recuerdo ahora aquellos que les di cuando se
habían quedado dormidos en el sofá, y aquellos que no les di por no
despertarlos.
Seguimos confinados, aislados y en estado de alerta. Ellos en Motril y nosotros en Málaga. No he contado cuántos besos les debo. Cuántos buenos días y buenas noches se
han quedado huérfanos y huérfanas de besos. Ahora no
sé cómo volver a cuadrar las cuentas para que ellos tengan todos los besos que
le corresponden. Cuantas noches y
cuantas mañanas debería repoblar de besos para igualar el ritual y que tengan todos los que les solía dar.
Mi padre dice que ahora “estamos escondidos”. Sonreí al
escucharle describir así este aislamiento. Y tiene sentido que lo entienda así.
Para él era religión subir andando al mirador que hay a pocos kilómetros de
casa. Era vital para él por mil razones. Era su costumbre especial y su ritual
sanador. Dice que Coco, nuestro perro, ha notado que algo extraño ocurre. “Se
queda mirando a la carretera como esperando a que pase algún coche”, cuenta mi
padre. Su mirada es diferente. Imagino aquellos ojos marrones, recuerdo sus
patas blancas y su color canela. Me gusta que mi padre se haya fijado en la mirada de su perro. Que se fije en ese tipo de detalles.
Coco, pronto volveremos a correr por la playa.
Justo paso al siguiente párrafo y Manuel Carrasco me dice al
oído “necesito tanto verte”. “Que a veces caigo en el recuerdo de mis manos con
tus manos y me hacen sonreír”. Bajo el sol me cae una lágrima de recuerdos, y
en las pestañas cuelgan los te quiero y los besos pendientes.
Esconderse no es malo. A veces es un juego de niños, otras un
acto de supervivencia. Salimos al balcón o por la ventana para dejarnos ver. Y
no podemos engañar a nadie, ni a nuestros perros, ni a nuestros hijos. No puedo
engañar a mi padre. Sé que se queda cada día sin su paseo, sin sus besos y que
lo percibe hasta en los ojos de Coco. Todo ha cambiado hasta en el cielo que es
más azul que nunca y en los animales que regresan a las ciudades.
No he contado las buenas noches y los buenos días que no os
he besado mamá y papá. No se pueden contabilizar los besos de toda una vida. Ni
los vividos ni los que están por llegar. Mi mirada también es extraña, y mis
días y mis noches pensando en vosotros. A veces os imagino dormidos y no os
quiero despertar. Y otras noches desearía poder despertaros, con un beso, de
este sueño más largo de lo normal.
Fui una niña de costumbres sin las que dejaría de ser yo. Necesito los
besos y ellos me han dicho que sabrán esperar. Sabéis que soy impaciente, efusiva y cariñosa,
pero los propios besos pendientes me han enseñado el valor de aguantar. A que
pase esta tormenta, porque el sol llegará. Y los besos, también.
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