Cuando era niña descubrí una
gruesa veta gris en el mármol blanco de uno de los escalones, entre la cuarta y quinta
planta. Llegó un momento en que subía a pie solo para llegar a ese pequeño museo natural. La obra de arte, en la escalera de mi vida, estaba justo antes del último descansillo, a diez escalones de
la felicidad.
Había días en que me divertía pisar sólo la parte superior o inferior de aquella marca, como hacía en la calle con los colores de las baldosas. Como si aquel escalón
tuviera dos polos, dos hemisferios, un lado caliente y otro frío. Uno más feliz
y otro más triste. El peldaño tomaba la temperatura a mi día antes de llegar
a casa y era un amigo al que contarle los problemas sin
necesidad de hablar.
El resto de escalones me parecían
iguales, blancos y monótonos, salvo ése, lleno de posibilidades. Los que vivían más abajo no sabían de su existencia y no le confesé a nadie dónde estaba. Ése era mi lugar en el mundo. A veces subía sin más y no me
recreaba en aquella parada, e incluso reconozco que muchas veces me dejaba engatusar por el ascensor para ser más
rápida y llegar antes, y luego lamentaba haberla abandonado.
Mi escalón me llamaba desde el
portal. “Sube, rescátame”, parecía decirme. Mi interés en aquella raya gris, que para los
demás pasaba desapercibida, era recíproco. Cuando nos encontrábamos, dejábamos de ser invisibles y a la vez compartíamos el placer de tener aquel lugar secreto. La escalera terminó siendo el sitio de mi recreo. El ascenso, el esfuerzo, el sudor de aquellos días de verano
eran puro trámite para encontrar felicidad.
Foto de Rocío Romero Imagen Subliminal
Hasta ahora he subido y bajado
muchas escaleras. Había una de caracol que me llevaba a una buhardilla de juegos. Subí unas estrechas
de piedra para alcanzar el techo de catedrales o vi en una fotografía alguna de
una casa ajena que conducía al cielo. Hay otra de mi infancia que empezaba en un patio lleno de plantas y que subía hasta
una gran terraza. Allí correteaba, subía y bajaba, me volvía loca con tantos caminos.
La vida es una escalera repleta
de descansillos con ansias de libertad. Lo aprendí en aquel escalón cuya rareza quise tanto como a mis muñecas.
“Son tan breves tus sonrisas,
tanto tiempo que he esperado”, dice la canción de Alejandro
Sanz. Lo espectacular de los momentos reside en su fugacidad. En esa escalera aprendí lo que era el vértigo, al mirar hacia abajo y ver el profundo zigzag de la barandilla, y lo importante que es amar lo diferente e ir más allá de la superficie.
Algo importante se quedó en aquel peldaño que me recuerda quién fui. Querida
veta gris, “se me olvidó que me juré olvidarte para siempre”. Se me olvidó que
subí para encontrarte.
"El pasado eran unas escaleras que yo volvía a subir"
Erri De Luca
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