El instante en el que eres feliz
memoriza tus sentimientos. Lo sabes cuándo dos pares de ojos vuelven a brillar
mutuamente al reconocerse un día cualquiera, después de mucho tiempo distanciados.
Cuando el reencuentro no entiende de kilómetros si ahora estás aquí conmigo y
ya me da igual que hayas estado tan lejos hace un momento.
A las madres no hay nada que les haga
más feliz que ver reunida a toda la familia en la misma mesa. A nosotras, las
amigas, nos pasa lo mismo. Las chicas tenemos cierta sensibilidad
para reconocer esa memoria feliz cuando volvemos a juntarnos y a sentir toda
esa conexión que nos hace únicas. A nosotras y a nuestro ratito de compartir
cualquier cosa por tonta que parezca.
Hace unas semanas dos parejas fuimos a
un restaurante asiático que nos habían recomendado. Queríamos probar el sushi
de su buffet libre y el camarero nos sorprendió con una tablet donde
encontramos todos los platos y nosotros teníamos que ir haciendo pequeñas
listas de cinco platos máximo. Cada diez minutos podíamos pedir otros cinco más
y así hasta que quisiéramos.
Un grupo de cuatro chicas apareció
luego y se sentó en la mesa de al lado. Era el cumpleaños de una de ellas y le dieron regalos y le
obsequiaron con una tarta. Pero lo que llamó mi atención fue lo compenetradas
que estaban, lo mucho que se reían. Todo el tiempo. Hubo un momento en que las
vi cogerse de las manos y cantar una canción, cuya letra desde mi mesa no terminaba
de entender con claridad. La mesa era redonda e invitaba sin duda a crear un
círculo más íntimo entre ellas al hacer aquel gesto. Podría haberme reído de
aquella imagen extraña pero, lejos de eso las envidié perdidamente. Hacía
tantos meses que mis amigas y yo no nos reuníamos que algo en mi corazón se
desbordó.
Así que sonreí. Me hizo feliz ver
aquellas desconocidas vivir y disfrutar tanto de su particular reencuentro. Y
me vinieron a la cabeza las caras de mis propias amigas. Las anécdotas sobre
nosotras empezaron a aparecer en mi cabeza y me sentí increíblemente
serena. Tranquila gracias al tiempo. Confié en que un momento como aquel que
estaba contemplando en miradas ajenas a la mía sucedería pronto. Y
nunca crees que confiar tanto en algo puede hacer que tus deseos se hagan
realidad, hasta que ocurre.
Con las primeras risas de aquellas
mujeres anónimas desee saber de qué estaban hablando, qué
les hacía tanta gracia. Pero después, cuando pasó un rato, ya me dio igual. Qué
más daba. Eran felices y les importaba un comino el mundo. Lo que pensaríamos
los demás al verlas cogidas de la mano. Dejó de importarme conocer más detalles
de aquel encuentro, por la misma razón que el paso del tiempo es capaz de hacer
inmortales los sentimientos. No hay explicación, ni palabras.
¿Acaso podemos
explicar a los demás por qué nos reímos a carcajadas por una tontería?
Y el instante del reencuentro vuelve. Siempre.
Por la fe que nos mantiene unidos a ellos. Aunque sea uno al año. Unas horas
para volver a sentir que no ha pasado el tiempo y para que nos importe un
pepino el resto del mundo. Y se cumplió. Volvimos a vernos.
Una de ellas preguntó -¿Y dónde quedamos?
Improvisé. Me acordé de un lugar cercano
al que siempre había querido ir. Y pareció perfecto en mi cabeza. Desde allí se
ve el mar, ese que tanto echa de menos Mary en Alemania el resto del año. Y
estaba lloviendo y había que coger algo de carretera pero me siguieron el
juego. En ese tablero donde las piezas encajan si las movemos entre nosotras. Un nuevo viaje se abría paso y ya teníamos la maleta lista para volverla a
llenar de recuerdos.
Y Sonia nos advirtió que no nos
arregláramos mucho, que iba en zapatillas. Pero luego apareció súper mona (en
zapatillas) y me reí de su ocurrencia. Y convencimos a Mayte para que cancelara
sus posteriores planes y que no se fuera y alargáramos aquella cita hasta la
noche. Y mi hermana por fin volvió a unirse a nosotras. Y Marina apareció con
la primavera en sus hombros, estrenando aquella camisa bordada de flores.
Y nuestras sonrisas iluminaban aquel pequeño salón donde el brindis sabía mejor que nunca.
Pero cogí el
móvil para hacer una video llamada porque me negaba a asumir que Noelia faltase a aquella reunión que acabó siendo de pijamas (sin movernos del bar).
Y vacié la batería sin importarme la “desconexión” para después llegar a casa. La maleta nos había llevado a Barcelona.
Y nos
reímos aún más. Al menos un instante sí que volveríamos a estar juntas. Y ese
instante se vuelve tan importante que el resto del mundo nos importa un comino.
Porque nos reímos y lloramos. De felicidad. Y nosotras sabemos por qué y de qué.
Solo nosotras.
Solo en nuestro particular mundo donde siempre
es primavera, donde el mar sonríe al imaginar por qué lo miramos como si lo viésemos por primera vez.
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