Los cristales de las ventanillas conocen
mejor que nadie nuestras miradas. La tímida, la miedosa, la asombrada. Cuando ya llevamos largo rato en el
tren cualquiera que sea la actividad que hemos buscado para entretenernos
nos pide un segundo de liberación. Y ahí está. Giramos la cabeza para mirar por
la ventanilla. Se mantiene impasible para dejarnos
ver el exterior, ese que llegamos a echar tanto en falta en largos trayectos. Y
nunca defrauda. Siempre hay algo que nos llama la atención. Lo suficiente que
necesitábamos para pensar, para desconectar. A veces es una simple nube, otras
una desértica planicie llena de posibilidades ante un diario aun vacío.
En este cuaderno de viaje, el de nuestra luna de miel, hay gran
variedad de ventanillas. Coche, ave, avión, barco, metro, cercanías, autobús. Suele
pasar cuando sales de casa en coche para dejarlo cerca de la estación del ave y si
al llegar a Madrid debes coger un avión al aeropuerto de Bari y luego embarcas
en un crucero, del que por cierto tendrás que desembarcar más de una vez en
lancha. Otro medio de transporte más, eso sí, esta vez sin ventanillas. Total, no
te da tiempo a desear momentos de desconexión cuando estás descubriendo ante ti
la isla griega más visitada del mundo.
Lo que más disfruté del crucero fueron los románticos
atardeceres que vivimos desde el balcón. Y, escribí estas líneas justo ahí.
Mientras el barco, a su paso sobre el mar va dibujando pequeñas olas afiladas
que se marchan en forma de diminutas estelas de espuma. Desaparecen una y otra
vez entre instantáneos periodos de espacio y tiempo. El sol rosado se va
escondiendo tímido entre nubes rayadas. Sobre naranjas y violetas se extiende hacia nosotros apoderándose de todos nuestros sentidos. Como intermediario el mar que, espejo natural, invitó al atardecer a recrearse en su propia belleza.
Cada día las incesantes
olas continuaban su camino de agua, salpicando el mar de los sueños que se iban quedando
atrás. Submarinos eran ya los recuerdos del puerto anterior, empujando blancas
burbujas de secretos que estaban por
descubrir. Y en la superficie se apreciaban lo que parecían ser redes blancas
formadas por los surcos de las olas. Telarañas que se enredan en el azul oscuro
peleando en una incesante marejada.
Volvimos al camarote después de
la cena, los espectáculos y la compañía. Antes de dormir había que volver afuera,
daba igual el posible frío. Ya en la inmensidad de la noche sobre un fondo negro vimos
luces a lo lejos. Probablemente de otro gran barco que hacía su particular
envestida hacia otro lugar desconocido. A mi alrededor solo oía el movimiento de las olas que iba provocando el crucero en marcha. La espuma era ahora más blanca que antes
gracias a las luces de cubierta. Y en el lienzo que va creando distinguí los
huecos turquesas y profundos que no cesan y se van perdiendo a gran velocidad.
Escupen pequeñas ráfagas blancas que, remolinadas, muestran su furia de
paisajes abstractos.
Cuando observas el oscuro cielo ves a las
pequeñas estrellas, agradecidas de la poca contaminación lumínica al abrigo
del mar, en medio de la nada. Preguntan a las recortadas olas hacia donde se
dirigen y ellas con su espuma van trazando su camino de desordenados zig zags que alzan sus brazos de agua
salada. Parecía que hablaban entre ellas, de la misma forma que hablan el pájaro
y la rama, sin ser conscientes del lenguaje propio que crean con solo compartir
escenario.
Miro hacia la popa. El mar se calma tras el paso del barco. Vuelve a ser libre
para esperar a otros pasajeros ávidos de puertos ingobernables. Y la estela
deja sitio ahora a nuevas ilusiones marineras. El destino a mi derecha en la proa, en
cambio, permanece en negro durante la noche, ansiando nueva espuma que le
marque posibles aventuras. Vuelve la mirada pensativa y el balcón actúa de ventanilla. Solo que el aire golpea más fuerte cuanto mas me asomo. Pero el negro seduce y no sé si podré dormir dentro sintiendo tanta belleza fuera.
Ya por la mañana solo tengo que
estirar el brazo para mover la cortina. Y ahí sigue. El imponente mar. Sin despertador,
el azul golpea el cristal. Es mágico descubrir como un simple color agarra el
buen humor entre las sábanas. Me desperezo y salgo al balcón. Delante de nosotros ya se
va viendo la costa croata, aquella mañana estábamos llegando a Dubrovnik.
Te agarré el brazo y apoyé mi barbilla en tu hombro, de pie en aquel cercanías atestado de gente.Tu hiciste un pequeño giro de cabeza y me diste un beso.Tenía los ojos cerrados y la sorpresa me hizo sentir cosquilleo en los labiosLos fuegos duraron un instante mágicoPero el hormigueo perduró todo aquel trayecto en el que el resto del mundo se esfumó entre las vías
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