La cara blanca del folio donde llevo impreso el billete de
regreso a casa me sirve de diario. Por la ventana ya se mueve todo muy deprisa.
El día despierta a la velocidad del ave con destino a la estación María
Zambrano de Málaga. Los verdes paisajes resaltan sobre el cielo tímido que un
día más dibuja claroscuros y, tengo tantos recuerdos que quiero compartir, que
el instante se hace cada vez más intenso. Cuando te embargan las emociones poco
más puedes hacer. Sucumbes.
En tan solo unas horas tendré que volver al trabajo. Ya estoy
visionando ese momento en el que siento que si cierro los ojos vuelvo a estar
en ese pequeño rincón con vistas a la plaza Callao de Madrid. No serán las
cinco de la tarde de cualquier otro día de trabajo, será la hora en la que
rememore un gran momento vivido veinticuatro horas antes. Encontrar por suerte
ese lugar especial sabiendo que la cafetería siempre está a rebosar, tomarte un
café con esa amiga que solo tiene diez minutos antes de coger el metro para
llegar al trabajo y aun así se ha desplazado a tu encuentro. Creer en la
importancia de un instante. Pequeños chispazos.
Desde la segunda planta de la cafetería me quedé mirando las
vistas y pensé: sé que mañana echaré de menos este instante. Memorizo el
momento de inmensa tranquilidad. Se llama querer atrapar un momento o, lo que
es aún más difícil, desear parar el tiempo. Como cuando tumbas un reloj
de arena para provocar tiempo muerto. Y nos pasa todos los días aunque sea
durante un segundo.
A veces planeas un viaje en una fecha concreta sin pensar en
cosas como que cae en el día de San Valentín. No es que lo celebremos de
ninguna manera especial. Por las frías calles madrileñas tu pareja te da uno de
sus guantes porque tú no llevas ningunos y te dice que así podéis agarraros sin
pasar frío en las manos y tener la otra dentro del bolsillo. Eso no lo haces
porque sea catorce de febrero. Te sale de dentro sin más.
Los momentos juntos improvisados son los más especiales. Los paseos siempre tienen eso. Aunque haya que hacer cola para una simple foto.
Uno de nuestros destinos fue el museo Reina Sofía. He de
confesarlo, me puse algo nerviosa mientras buscaba el Guernica. Supongo que ocurre cuando sabes que vas a ver algo único por
primera vez. Chispazo inesperado, inexplicable, imborrable. Nunca pensé que
algo así pudiera emocionarme de esa manera. Hablo de la emoción del estómago
cuando sabe que va a digerir el gran bocado del día. Desde las salas contiguas seguía viendo ese
gran mural de tres metros y medio de largo. Aunque avanzaba, siempre giraba el
cuello desde la distancia para atisbar aunque fuera solo una esquina del cuadro
a modo de despedida.
Vuelvo a mi yo presente. El vagón está prácticamente vacío. Las voces de unos niños al
fondo hacen que vuelva a la realidad. Preguntan a sus padres que cuanto queda
para llegar. En otro asiento, un chico lee un pequeño libro mientras escucha
algo en unos grandes cascos blancos. Otro se sumerge en el móvil. Un señor algo
más mayor duerme en la parte de atrás, intento no despertarlo cuando paso
delante de él para ir al baño. Nadie parece hacerle caso a la película que
emiten en los pequeños televisores. Las dos que han puesto en los viajes de ida
y vuelta la verdad es que dejan mucho que desear.
La bandeja del asiento hace las veces de escritorio, llevo
acumulado todo un fin de semana de experiencias y las emociones no están ni
mucho menos dispersas. Cuando coleccionas tantas, se van posando una encima de
otra a modo de columna indestructible que, por mucho que crezca siempre se
mantiene estable. Al contrario que en ese juego donde debes sacar una pieza de
madera sin que se desmorone el edificio. Luego hay que colocarla arriba y poco
a poco se va convirtiendo en una pequeña odisea.
La llegada de las emociones más bien podría compararse al
momento en que te despistas y las piezas de tetris van cayendo una encima de
otra cada vez más rápido. No dibujan nada, ni se encajan, tampoco se caen al
vacío. Solo sucumben. Y caer no siempre es negativo. Llega un momento en que la
pantalla se acaba y dejan de aparecer piezas. Game over. El botón de reinicio
nunca anda muy lejos. A lo mejor es cierto que la vida es un juego como canta Amaral. Creo que cada instante tiene
su propia columna de emociones. Van llegando una tras otra hasta que estallan. Si
encajaran la vida tal y como la conocemos no existiría.
Mientras intento ordenarlo todo en mi cabeza una luz me
encandila y me obliga de nuevo a mirar por la ventana. Es el sol que lucha por
encontrar un hueco entre las grandes nubes grises. No más lunes sin sonrisas,
no más lunes con excusas. Y otra canción viene a mi cabeza, esta vez de
Shakira, que dice y cuando menos piensas…
sale el sol. El astro rey te demuestra que está ahí aunque solo salga de
vez en cuando durante unos segundos. Han bajado las temperaturas pero su calor
intermitente me llega a través del cristal por un breve segundo. Comparto una
foto en la página de este blog en Facebook, quiero contagiar este momento de
positividad.
Durante el viaje no solo escribo, Un jardín al norte de
Boris Izaguirre va ganándome poco a poco. Así que suelto el bolígrafo para
volver a la lectura pero lo dejo cerca por si otros pensamientos me visitan. Siempre
llega el fin del trayecto cuando estás en medio de un capítulo interesante. “Eso es lo curioso: aunque no estés en el frente
de batalla, vives la guerra a través de pequeños pero intensos detalles. Como
una película que está pasando en tiempo real. Una que no existe, pero que sin
embargo vives. La guerra siempre te alcanza y aunque no te aniquile, te deja
herido”. A veces creo que la vida es pura metáfora.
No hay comentarios:
Publicar un comentario