Cuando era niña jugaba a muchas
cosas. A las casitas, a los maestros, al elástico o la comba, salíamos las vecinas y yo a la calle a dibujar
un tejo en el asfalto o juntábamos nuestras barbies o intercambiábamos lo que
nosotras llamábamos hojitas (que en
realidad eran folios con sus sobres a juego que se suponía que servían para
mandar cartas). Recuerdo perfectamente cómo adoraba el elástico negro que mi
madre me compró (el de todas las niñas solía ser gris o blanco y yo veía el mío
aún más especial), cómo lo pasaba por detrás de dos sillas y jugaba durante
horas a saltar. Guardo también un recuerdo muy especial de los patines blancos
con ruedas y cordones rojos que mis padres me compraron y con los que pasaba
horas y horas rodando por mi cochera. Aún los conservo.
Pero no sólo jugaba con todo eso.
No sé si era por aquel dado gigante o por esas casillas que se iluminaban, por
esos intrépidos concursantes que saltaban de casilla en casilla o por las
pruebas a las que tenían que someterse para llegar a la final. Lo más probable
es que fuera un compendio de todo, pero El
Gran Juego de la Oca me fascinaba.
No sé si os acordáis de ese programa de televisión, presentado por Emilio Aragón junto a Lydia Bosch y Patricia Perez, pero a mí y a mis hermanos nos gustaba tanto que llegamos a recrearlo en la vida real. No cuento con una foto del momento, pero os puedo asegurar que llenar la cochera de casillas (como si de un tejo se tratara) y construir un dado gigante de cartón fue una de las cosas más divertidas que hice de niña.
No sé si os acordáis de ese programa de televisión, presentado por Emilio Aragón junto a Lydia Bosch y Patricia Perez, pero a mí y a mis hermanos nos gustaba tanto que llegamos a recrearlo en la vida real. No cuento con una foto del momento, pero os puedo asegurar que llenar la cochera de casillas (como si de un tejo se tratara) y construir un dado gigante de cartón fue una de las cosas más divertidas que hice de niña.
Actualmente no me gustan mucho
los concursos que emiten por televisión pero de niña pasé grandes momentos jugando a
ser presentadora. También me fascinaba el programa Sorpresa Sorpresa y sobre todo la carpeta que llevaba siempre en la
mano Isabel Gemio. Me fabriqué una a mano para imitarla, y hablaba yo sola ante
mi audiencia imaginaria. Recuerdo que de pequeña también me llamaban mucho la
atención las tarjetas que llevaban en la mano (y aun hoy algunos las utilizan)
para seguir el guión del programa. Por eso conservo ésta de la última vez que fui a ver un programa de televisión en directo.
Quién iba a decirle a aquella niña que le sacaba dos cabezas a sus compañeras de comunión, que siempre pecaba de inocentona y soñadora, que se atrevería a amar una profesión donde vencer la timidez de una misma es un constante sacrificio en favor de lo que más le gusta.
Quién iba a decirle a aquella niña que le sacaba dos cabezas a sus compañeras de comunión, que siempre pecaba de inocentona y soñadora, que se atrevería a amar una profesión donde vencer la timidez de una misma es un constante sacrificio en favor de lo que más le gusta.
El próximo mes de marzo se
cumplirá un lustro desde que presenté un programa de televisión por primera
vez. Más que el plató, echo de menos el periodismo de calle. El de hacer esos
reportajes donde la gente te cuenta historias. Y también todo lo que aprendí.
Cuando te ves sola un viernes por la noche en una sala de montaje editando un
programa entero sin tener una amplia idea del asunto te das cuenta realmente de
cuanto te está sirviendo la experiencia. En estos últimos e intensos cinco años
mi vida ha dado un giro radical. De trabajar en lo que me apasiona a sufrir el
paro para después comenzar en otro trabajo completamente distinto en el que he
tenido que aprender a encajar. Se tarda un poco en poner en práctica eso de “si
no puedes con el enemigo…”.
Aquella trayectoria profesional
que me hacía feliz sigue vigente en lo que soy pero puede decirse que me reciclé. Está muy en auge ahora eso
de “reciclarse”. Se ha puesto tan de moda que a veces me siento como si entrara
en un contenedor amarillo donde todo está oscuro y mire por donde mire nada me
gusta. Al final sé de sobra que siempre seré esa niña que escribe, edita e
inventa maneras de hacer lo que le gusta. Se trata al final de sobrevivir en
este mundo de locos.
Haciendo un guiño al tirón que
actualmente tienen las redes sociales, #cinco será a partir de ahora un hashtag
reivindicativo de estos cinco años en los que he tenido que separarme
forzosamente del periodismo (laboralmente hablando). Este es un espacio
demasiado bonito para mí como para desaprovecharlo hablando del origen de todo
lo que pasó y las palabras están de más cuando ya no merece la pena mirar al
pasado. Sólo agradecer desde aquí a aquellos que antes, durante y después me
arroparon.
Pasa que muchas veces hay gente
que te echa un cable o te ayuda en
algún sentido y piensa que no ha hecho nada importante en realidad. Pero es que
son esos pequeños detalles los que cuentan en tu día a día de incertidumbre
profesional. Alimentar una ilusión es más fácil de lo que se piensa. Brinda una
sonrisa a alguien que la necesite más que nunca y le estarás dando el mundo
entero. Así que imagina si además le dices -Mira Paqui qué oferta de empleo he
visto, échale un vistazo. –Ánimo Paqui,
que ya verás que mejora la cosa. Y te aconsejan, te dan ideas, te abrazan, te
escuchan… ¿sigo?. Si hasta te alegran el día con que tan solo te
contesten a un email para decirte que incluirán tu cv en su base de datos o te
emocionas si en la recepción de un medio de comunicación te desean suerte y te
dicen –Ojalá te veamos por aquí pronto. Sales del edificio con tu carpeta llena
de currículum con otro empuje y otra cara. Ese ese Aunque tu no lo sepas tan valioso que esconde la vida.
Y para despedir este post pues os
dejo un vídeo de la primera vez que me puse delante de una cámara como
reportera. En marzo de 2016 hará cinco años de este reportaje, muy divertido,
por cierto. Se te ocurre una idea, improvisas una intro y a la carga. Espero que os guste. Seguiremos informando.