Hoy la lluvia me ha despertado. Si
abres los ojos escuchando un sonido tan bonito, te despiertas con deseos buenos
e inquietudes positivas. Y, como dije hace tiempo, hasta los lunes pueden
convertirse en el mejor día de la semana. Yo lo primero que he hecho ha sido
abrir el ordenador, porque no hay nada más bonito que escribir junto a la
ventana abierta en un día nublado y lluvioso para que entre su olor, invada la
estancia y te resucite. Te invita a soñar y a imaginar, te arranca una sonrisa.
Una auténtica cura de energía y de paz, fusión que pocas cosas logran y, entre
ellas, la lluvia.
Pierdo la mirada en las montañas
que se divisan entre los barrotes de la ventana, en ese momento el aguacero
aprieta y la cafetera comienza a sonar, anunciando que mi café mañanero está
preparado. Se ponen de acuerdo sin director de orquesta. Se hacen grandes en el
silencio. La oscuridad de la habitación queda rota al abrir las ventanas, la
luz siempre pasa aunque esté nublado. Es la vida.
Ya con el café en la mano, imagino
mojados esos extensos campos rojos y amarillos de la Mancha, esos campos de
Montiel, de olivos, de espliego y romero, que aún diviso si cierro los ojos.
Esos paisajes de cielos azules y grandes nubes blancas que te obligan a coger
la cámara para inmortalizar la vista sobrecogedora.
Y es que hay viajes largos que
merece la pena hacer para rememorar después los pueblos pintorescos por los que
has pasado, y anotarlos para futuras visitas más distendidas, los tantos que
nos hemos ido encontrando en nuestro viaje a Ciudad Real, desde Puebla de Don
Fadrique, este pasado fin de semana.
Perdiendo de vista la provincia
de Granada para adentrarnos en la de Jaén y sumergirnos ya de lleno en la
geografía espectacular de Sierra del
Segura, con la vista del pantano del Tranco y el magnetismo rural de
pueblos tan turísticos como Puertas del Segura. Y llegar después a tierras
manchegas sin dejar de admirar las casas de piedra, sus calles adoquinadas y
sus iglesias tan bonitas.
Nuestro destino era Torre de Juan Abad, Señorío de Quevedo,
y en el caminar hacia su legado fuimos encontrándonos tesoros de la historia y
recuerdos exquisitos bañados de fiesta patronal y generosidad sin fronteras. Y sí,
allí nos llovió pero, aún así, el agua no estropeó los encuentros previstos al
calor de anécdotas y vivencias. La lluvia debería ser siempre bienvenida aunque
cambie los planes. Es buena y sana, así habla a veces el cielo.
Hay viajes que nunca se olvidan
por la confluencia de emociones y suertes. Hay destinos que se miden por la bondad de sus gentes y la calidez
que derrama su cobijo. Y, así, mucho antes, en un descanso que hicimos en el
camino, en un pequeño enclave que apenas abarcaba una calle, entre Santiago-Pontones y Hornos, aún
en la provincia de Jaén, conocimos a Francisco, quién no dudó en ofrecernos su frondosa
noguera –Es mía y vuestra, podéis coged
lo que queráis, dijo. Agradecidos, le ofrecimos hospitalidad en nuestros
respectivos pueblos pero, a sus 81 años, ya no tenía intenciones de viajar más.
En su casa con su mujer, solos pasaban el invierno (el resto del año varía la
población, no más de 18 habitantes) en esa población minúscula pero llena de
encanto.
Comprendimos que esa era su
felicidad, la había encontrado y no quería abandonarla. No sentía deseos de
viajar para descubrir, porque ya tenía el único tesoro que le importaba, su
hogar y sus tierras. Nos embriagó su preciosa casa, sus sencillas costumbres y
sus grandes recompensas, las que hallan los hombres de buena fe lejos de lo mundano
y sus ruidos. Le entendimos, sus palabras transmitían dulzura y de inmediato comprendimos
lo valioso de nuestro encuentro con él. –De personas mayores como usted sí que se
aprende, le dijimos.
Con una extraña desazón, dejamos
a Francisco para continuar nuestro periplo hacia las tierras del Quijote. Lo
observé desde la distancia, quería saber cuales serían sus siguientes pasos. Dio media
vuelta y marchó en dirección a su casa, frente a la cual unas mujeres hablaban
animadamente.
Íbamos hacia la Torre dejándonos
llevar solo por el amor a compañías y conversaciones, encuentros y reconquistas
y, sin querer, nos enamoramos aún más del lugar. Es lo que ocurre con las cosas
sencillas, por sí solas te atrapan siendo ellas mismas. Los paisajes, sus
gentes y su historia, y cuantos familiares nos esperaban al abrigo de una comida anual muy esperada.
Y hablando llegó la literatura y
esas referencias al Quijote: “Los más autorizados investigadores cervantinos se
empeñan en situar en Villanueva de los
Infantes el lugar de la Mancha de
cuyo nombre no… quiere acordarse el
Príncipe de los Ingenios”. Esta es una de las cosas que pude aprender del
magnífico libro con el que me obsequiaron, y cuyas primeras páginas ya me
engancharon por sus referencias a la historia de la comarca del Campo de Montiel,
donde se sitúan los pueblos vecinos de Los Infantes y La Torre. Y, entre sus páginas, constantes menciones a
la ilustre figura de Quevedo “descubierto como un formidable poeta amoroso, el
más grande poeta de amor de la literatura española, diría Dámaso Alonso”;
preciosas imágenes de parajes y monumentos de la tierra salpicados de sonetos y
poemas de homenaje a grandes las figuras de la tierra.
Hay algo en el ambiente que se
palpa al pasear, el silencio que
encuentras, la arquitectura de las fachadas y calles, la paciencia en las caras
de la gente… Gracias pueblos de la Mancha por haber acogido a estos visitantes
ávidos de tranquilidad que se encuentran sin querer con placeres simples que los
desbordan.
Y volvimos a casa, y a nuestra
realidad, más anchos que nunca, alimentados de la humildad natural que habíamos
respirado en nuestra ruta por aquel rincón de La Mancha al que volvemos buscando reencuentros. Hoy, al despertar con la lluvia sentía que tenía que contar todo lo
que me apasiona en este lunes de recuerdos desprevenido y ataviado con las inclemencias
del tiempo, un tiempo que no sabe si reír o llorar.
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