Acabábamos de tomarnos el postre.
-¿Les apetece un chupito?. Sake o
alguno sin alcohol.
Nos miramos confidentes (siempre
nos pedimos lo mismo). Pero, como si acabáramos de decidirlo, respondemos.
-Vale. Si tenéis, de mora sin
alcohol. Gracias.
Y, al irse la camarera a por
ellos, empezamos a debatir a quién le tocará esta vez el vaso con estrella. Por
ahora, íbamos empate, uno a uno.
Pero esta vez, ninguno de los dos
ganamos. Es divertido, sin embargo, el ritual de adivinar y esperar con
curiosidad el pequeño desenlace. La vida está llena de pequeños finales que
nunca se llegan a despedir del todo.
Ir de ruta hacia ninguna parte.
Qué bien suena y qué fácil es imaginarlo. No sé qué haría sin esos momentos en
los que quedas con alguien en ir a algún sitio sin premeditar, ese dejarse
llevar por lo que va surgiendo guiados por motivaciones y sensaciones.
Últimamente esos instantes me
llevan a saborear desayunos en la playa, a pasear con mi madre sorteando el
bullicio del centro y rescatando algún tesoro entre percheros o a pararme ante aquellos paisajes por los que paso cada
día, pero a los que apenas presto atención por culpa del estrés y las prisas. Así,
por ejemplo, me paro en seco un momento en la carrera de todos los días. –Pero,
¿y éste árbol?. Lo ilumina el sol mientras pienso
en por qué nunca había recaído en que estaba ahí. Es bonito.
Pequeños recovecos de felicidad
que logran romper con la rutina, se filtran por alguno de los minutos de tu
vida y se quedan un rato para hacerte olvidar que es lunes o miércoles y que
tienes un examen o tareas pendientes en casa. Llegan, irrumpen desmontando
todas las piezas de tu “plan” del día y te arrancan una sonrisa. Repito, ¿qué
haría sin esos pequeños placeres?. Pues más o menos lo que viene a decir este
diálogo que, en cuanto lo leí, me tele transportó a miles de situaciones de la
vida.
Pero hay rutas que capturan tus
deseos y que van contigo, cual animal fiel que no se separa de tus pies al
caminar. Y son esos domingos en Málaga, esos mismos en los que Ricardo y yo no
podemos evitar ir a nuestro restaurante favorito: Kyoto. Cerca del mediodía,
siempre dudamos y planteamos opciones (por ese empeño que tenemos a veces las personas de cambiar la “rutina”):
-Podríamos quedarnos en casa esta
vez, dice uno.
-O llevarnos comida a la playa o
al parque, responde el otro.
Tentador. Muy tentador también
esos picnics improvisados, pero, al final sucumbimos. Siempre la misma hoja de
ruta: salimos de Campanillas y nos dirigimos hacia el centro, hacia la zona del Centro Comercial
Vialia. Si hay suerte, aparcamos en la misma calle del restaurante, Jacinto Verdaguer.
Y cuando entramos por la puerta, nos
espera esa sonrisa implacable de la dueña que tan bien ya nos conoce. Y, aunque
sé a ciencia cierta que es ese menú japonés exquisito, a la vez que económico,
el que nos ha llevado por esos lares, la imagen de esa cara sonriente paraliza
ese minuto en el que le digo que somos dos (para que nos guíe hacia una de las mesas). Y es ese momento el que te hace dudar de la razón que te mueve hasta allí cada domingo malagueño. Y
es que no hay nada como recibir amabilidad en ese sitio al que tanto te gusta
ir, sea cual sea la ruta. Lo familiar no es eso que se convierte en habitual,
es aquello que te acoge con mimo haciendo que no quieras nunca apartarte de su
lado.
Y este fin de semana el primer punto de nuestra
hoja de ruta, Campanillas, ha estado bastante animado por
la VI Ruta de la Tapa. El sábado por la noche ya pudimos comprobar el buen hacer en algunas de
las cocinas de los bares participantes. Imposible recorrerlos todos (un total
de 52) en tan poco tiempo, pero ya se sabe que si lo bueno es breve, dos veces
bueno.
Feliz semana dibujando rutas
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