Mi
último día de trabajo fue hace casi dos semanas. Fue un último día, como otros
tantos, aunque menos doloroso. Sólo era un sitio de paso, un lugar donde huía
de cuatro paredes que me asfixiaban y un techo que a veces llegaba a hundir mi
cabeza en el suelo. Último día, trabajo duro pero intermitente, a media luz,
escaso pero suficiente. Fin de una etapa, ya no tan desconocida, pero sí áspera
y sin brillo, como un estado de coma, como una rutina pesada que consumía mis
fuerzas y mi tiempo.
Se
acabó la jornada de la despedida, sin apenas despedidas. Solo una lágrima
mientras me dirigía a mi coche, simples nervios, quizá miedo a quedarme sola
con mis pensamientos sobre qué vendrá después. Nadie me vio y de eso se trata.
El escudo invisible y protector, que aprendí a fabricar allí dentro, seguía en
alerta mientras me alejaba. En aquel momento, el descanso y la recuperación se asemejaban
a la nada y la desconcentración. Ya en casa, me miré al espejo. ¿Dónde emplearé
las fuerzas cuando las recupere?, no encontré la respuesta.
La
primera noche tras el adiós, preguntaba a mi cuerpo por qué aún no se relajaba.
Era pronto, creía que al día siguiente debía volver a esa gran caja de
supervivencia. Necesitaba tomar impulso, buscar otros cielos y otras
oportunidades, pero estaba cansado y aún acomodado a algo que, me empeñaba en
explicarle, ya no existía.
Le decía a mi cuerpo que descansase y no quería. Le obligaba a dormir y se negaba. En esas primeras horas tras el ajetreo de los meses anteriores, parar de golpe era complicado. Decidí, pues, escribir para desfogar, pero hacerlo sobre cosas tan personales y tan de madrugada cuando lo que no te deja dormir es el cansancio físico unido al mental, el hecho de escribir pasa de ser un alivio a un juego peligroso para el alma, porque no descansa en la larga noche y queda aún más agotada al despuntar el día. Un día que era importante. Un día en el que empezaba todo lo que hay más allá de aquella caja.
Le decía a mi cuerpo que descansase y no quería. Le obligaba a dormir y se negaba. En esas primeras horas tras el ajetreo de los meses anteriores, parar de golpe era complicado. Decidí, pues, escribir para desfogar, pero hacerlo sobre cosas tan personales y tan de madrugada cuando lo que no te deja dormir es el cansancio físico unido al mental, el hecho de escribir pasa de ser un alivio a un juego peligroso para el alma, porque no descansa en la larga noche y queda aún más agotada al despuntar el día. Un día que era importante. Un día en el que empezaba todo lo que hay más allá de aquella caja.
Leo
un artículo de Paulo Coelho que comparte una amiga en Facebook. Explica que
debemos cerrar puertas del pasado y abrir las del futuro, no lamentarse por lo
ya ocurrido, mirar hacia adelante...lo intento y van surgiendo planes y
esperanzas...pero sigo buscando lo esencial, mi sitio, trabajar en lo que
realmente quiero. Como dice el gran periodista Manu Leguineche,
¿Qué
queda del Periodismo si no hay ilusión, si no hay vocación, si no hay esperanza?
Quizá
pregunte al mar qué me depararán los nuevos vientos...
Quizá
las olas me cuenten algún secreto, alguna esperanza...
Pues
eso, que a pesar de todo, sigo creyendo en los sueños...
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