Llego al coche y entro. En la
calle no hay nadie, es de noche y todo se ha calmado tras el viento de todo el
día. En vez de arrancar para irme, paro un segundo a escuchar con la ventanilla
bajada. Solo se oye caer el agua, supongo que de alguna piscina cercana. En el
cielo solo brilla una estrella, las demás quedan ocultas entre el resultado del
frenético día de hoy. Es tarde, cierro los ojos, podría quedarme dormida de no
ser porque debo volver a casa.
En cuanto enciendo el contacto
vuelve el estrés. La carretera se queda pequeña, tengo que volver a casa para volver a encapsularme en otro instante de
tranquilidad. En realidad no es otra cosa que cansancio. ¿Cómo he alcanzado el
pequeño espacio de paz que llevo buscando todo el día sin buscarlo? -solo
parándome a escuchar.
Llego a casa y más estrés. La
cochera sumida en la oscuridad. Siempre me asustan los garajes o parkings
solitarios a oscuras, supongo que el cine hace mucho daño o que simplemente
tengo una manía no infundada. La habitación desordenada, víctima otra jornada
más del caos inevitable. Todo me invita a frenar en seco cuando en mi mesilla
veo el libro que tengo abandonado. Cuantas historias aún por descubrir y que
tenemos delante todo el tiempo. La estrella sigue brillando y yo aquí entre el
desorden, aquí en mi vorágine del día a día que me grita para y déjalo estar.
La noche trae revelaciones, entre
ellas la propia vida que dice aquí estoy, hazme algo de caso. Eres tú el que me
necesita antes de dormir, me dice. Yo te enseño lo que queda del día, solo una
estrella, solo un destino. El camino a tus sueños que quedan muy lejos de este
cuarto lleno de recuerdos.
Pero en el sumo cansancio te rindes finalmente, a pesar de las vueltas que das por el calor sofocante del verano nocturnal. Después de cerrar los ojos la lámpara de la mesilla de noche despierta. Y lo hace una y otra vez, debe estar ya cansada de que juegue con ella. Pero, en susurros, le leo lo que escribo bajo su protección y ya se relaja y se deja hacer.
Pero en el sumo cansancio te rindes finalmente, a pesar de las vueltas que das por el calor sofocante del verano nocturnal. Después de cerrar los ojos la lámpara de la mesilla de noche despierta. Y lo hace una y otra vez, debe estar ya cansada de que juegue con ella. Pero, en susurros, le leo lo que escribo bajo su protección y ya se relaja y se deja hacer.
Es bonito dormir junto a las
líneas que escribes durante una noche de vigilia. Es una de esas ocasiones en
las que tus sueños nocturnos agradecen la compañía. Hay cosas que simplemente
son una sola, lo que eres tú y que no es de nadie más.
“Esta noche no existen los despertadores”, me
escribió esa noche un amigo a través del móvil. Era tarde, pero ahí seguíamos intentando arreglar el mundo,
tanto que, mientras ocurre, sientes que mañana comienzas de nuevo a intentar buscar tu auténtico
camino. El resultado sigue haciéndose de rogar. Solo sé que siempre choco con una pared y nunca sé cómo romperla, pero
sigo abriendo ventanas porque me gusta ver el atardecer. Imagino que debe ser
cosa de soñadores, que se van distrayendo con cualquier cosa bella con la que
topan.
No es que me gusten las noches en
vela que provoca el calor del verano, lo que me encantan son las reuniones que
hacen que rellenes con buen sabor de boca ese tiempo que “pierdes” dando vueltas
en la cama. Y sobre todo me ganan las conversaciones que me obligan a mantener
el nivel de mi adversario, aunque solo tenga ocho años. Os pongo en situación.
Era sábado y mi prima María vino a casa a pegarse un chapuzón en la piscina antes de marcharse a casa de su abuela a comer. Para que no estuviera sola me metí un ratito con ella, solo un rato porque ya eran casi las dos y tenía que comer para irme al trabajo. Así se lo dije con mal pesar. Ella me miró muy seria desde el agua, y me paró en mi camino hacia el interior de la casa con una pregunta directa. -¿Prima y tú en que trabajas?. Volví sobre mis pasos y me acerqué a ella. Su cara era un completo signo de interrogación personificado. Tenía el ceño fruncido y la boca abierta. Le interesaba mucho lo que yo pudiera contarle de ese lugar que a ella le resultaba un misterio. -¿Has visto los tomatitos chicos que hay metidos en un envase de plástico en un supermercado?, le pregunté. Ante su respuesta afirmativa le dije, -Pues yo los meto en ese envase. -¿Y lo haces a mano o lo hace una máquina?. (mi grado de fascinación acaba de alcanzar su punto máximo). –Pues a veces lo hago a mano, pero casi siempre lo hace una máquina. – Y a ti ¿Qué te gusta más, hacerlo a mano o a máquina?. –Pues a mano es más divertido pero de la otra forma también puede serlo. Antes de que caigan a la máquina nosotras los limpiamos y sacamos los que están mal. -¿Y nunca se escapa alguno? (Ahora sí que estaba asombrada con su manera de procesar la pequeña información que le iba suministrando). –Puede pasar, sobre todo cuando hay mucha prisa para terminar el pedido. Pero hay alguien de calidad que se encarga de revisarlos para que vayan bien, le expliqué a aquella maravillosa cabecita pensante que había logrado capturarme con su ocurrente conversación. Ahí quedó todo por culpa de las prisas. Las oportunidades que no logran continuarse en el tiempo son dolorosas, aunque te obsequien con un ínfimo instante de majestuosidad.
Era sábado y mi prima María vino a casa a pegarse un chapuzón en la piscina antes de marcharse a casa de su abuela a comer. Para que no estuviera sola me metí un ratito con ella, solo un rato porque ya eran casi las dos y tenía que comer para irme al trabajo. Así se lo dije con mal pesar. Ella me miró muy seria desde el agua, y me paró en mi camino hacia el interior de la casa con una pregunta directa. -¿Prima y tú en que trabajas?. Volví sobre mis pasos y me acerqué a ella. Su cara era un completo signo de interrogación personificado. Tenía el ceño fruncido y la boca abierta. Le interesaba mucho lo que yo pudiera contarle de ese lugar que a ella le resultaba un misterio. -¿Has visto los tomatitos chicos que hay metidos en un envase de plástico en un supermercado?, le pregunté. Ante su respuesta afirmativa le dije, -Pues yo los meto en ese envase. -¿Y lo haces a mano o lo hace una máquina?. (mi grado de fascinación acaba de alcanzar su punto máximo). –Pues a veces lo hago a mano, pero casi siempre lo hace una máquina. – Y a ti ¿Qué te gusta más, hacerlo a mano o a máquina?. –Pues a mano es más divertido pero de la otra forma también puede serlo. Antes de que caigan a la máquina nosotras los limpiamos y sacamos los que están mal. -¿Y nunca se escapa alguno? (Ahora sí que estaba asombrada con su manera de procesar la pequeña información que le iba suministrando). –Puede pasar, sobre todo cuando hay mucha prisa para terminar el pedido. Pero hay alguien de calidad que se encarga de revisarlos para que vayan bien, le expliqué a aquella maravillosa cabecita pensante que había logrado capturarme con su ocurrente conversación. Ahí quedó todo por culpa de las prisas. Las oportunidades que no logran continuarse en el tiempo son dolorosas, aunque te obsequien con un ínfimo instante de majestuosidad.
Pero luego regresó el temido estrés. Y peor
aún, la pena de pensar que éste siempre lo fastidia todo o, peor aún, deja a medias el momento más interesante de tu día. Le
debo a esa niña de ocho añitos más tiempo calmado del que hasta ahora he podido
darle. A veces, ves nítido quien merece recibir más, quién te reclama solo con
una mirada, quien te hace cuestionarlo todo hasta alcanzar la verdad.
Como veis, mi entrada al summer time (no es que esté pensando irme de compras al corte inglés) está
siendo algo movida. Movida sentimentalmente hablando. Muchas cosas en que
pensar, muchas ideas que desarrollar y ganas de emplear mi verano en momentos
enriquecedores y en aprendizajes útiles. Continuar con una rutina que me haga
sentir mejor y que consiga que continúe creciendo hacia mis objetivos.
Sobre todo, quiero encontrar
cosas y que ellas me encuentren a mí con una serendipia desbordante. Quiero a
mi alter ego reclamando su espacio y
trabajando por hacerse un hueco en mi vida. Y sobre todo continuar envidiando a
ese gato que, tras andarse por las ramas, pega un salto certero en el suelo y
continúa deslizándose como si nada por este mundo de callejones angostos. Siempre he sido
más de laberintos en los que te encuentras flores naciendo en cualquier parte insospechada.