De repente estoy de nuevo en
clase de francés y nuestra profesora nos está hablando de Victor Hugo y de los
puentes que abrazan al Sena. Recuerdo que la conjugación de los verbos y el
vocabulario eran el centro de cada examen y cada evaluación, pero en aquellas
horas en las que las paredes del aula se empequeñecían ante el embriagador sonido
de Ne me quitte pas en la voz de
Jacques Brel, ella compartía con nosotros pinceladas de cultura francesa, logrando
que dibujáramos en la imaginación una ciudad dividida por un gran río que daba
cobijo a grandes del pintura, la música o la moda.
Y así, esa peculiar mujer con
ciertas extravagancias y gesto serio, logró hacernos entender la diferencia
entre enseñar un idioma o sumergirnos en la historia de su origen y belleza. Una
de las cosas más valiosas de todos aquellos años en el instituto, y los que les
siguieron, fueron los profesores que supieron hacernos olvidar que estábamos
aprendiendo mientras que, disfrutando, lo íbamos haciendo. Aprender sin querer,
sin imposiciones ni exigencias de un plan de estudios, teniendo la suerte de
que alguien se preocupe en volcar en ti ese plus que marca la diferencia. Así
fueron mis clases de francés, la perfecta y mágica antesala hacia mi viaje a la
ciudad de la luz que debería llegar años después.
París volvió en cierta manera a
mí en Julio de 2014, cuando hice la maleta en busca de más profesores que
pudieran dejar su huella en mi futuro. Y así fue como en Madrid la conocí a
ella. Me transmitió verdad en cuanto la vi, era una mirada noble y sincera,
irradiaba bondad. Con sus enormes ojos verdes que transmitían destellos de luz
y felicidad, su simpatía y su sonrisa eran contagiosas. Me sorprendió su
dominio del español, aunque con ese acento francés inconfundible y precioso.
Agathe me dio la bienvenida al
piso que íbamos a compartir y, sin conocerme de nada, me abrió sus brazos de
par en par y en seguida me animó a acompañarla a cuantos sitios planeaba
visitar. Yo le dejé películas en español y acudí junto a ella a ese museo que
estaba deseando conocer. Ella me cocinó crepes y me presentó a sus amigos,
haciéndome partícipe de sus experiencias en esa ciudad que poco a poco iba conquistando
nuestros corazones. Un mes después tuvimos que despedirnos, en el aire quedó su
invitación a París, invitación que recogí con cariño deseando poder cumplirla algún
día.
Tuvo que pasar casi un año para
volver a mirarme en esos grandes ojos. Era sábado por la mañana, el sol
empezaba a quemar el asfalto parisino y Agathe nos esperaba en el coqueto piso,
propiedad de sus abuelos, donde vivía, en la hermosa localidad de Boulogne-Billancourt.
Mi amiga francesa, que hizo que un piso viejo y estrecho del barrio madrileño de
la Latina se convirtiese en mi hogar, gracias a las vistas a esa maceta de
flores rosas que tenía en su ventana y que veía cada día al despertar, volvía a
regalarme su simpatía y generosidad.
“Me encontré en París”, decía
Sabrina en aquella película del mismo nombre. Yo encontré a mi amiga entre
fogones preparándonos un rico arroz con pollo al curry. Encontré su abrazo, de
nuevo dulzura y su hospitalidad incalculables, y volví a valorar otro instante
irrepetible. Nuestro viaje acababa de empezar con una de las vistas más
valiosas que tiene la vida, la de la amistad.
Y tras el encuentro, nos
sumergimos durante tres intensos días en distintos barrios parisinos para
recorrerlos y contemplar cuanto era capaz de alcanzar nuestra vista. Como en
una postal, cada calle de París despertaba los sentidos.
Me enamoraron las terrazas con
sus mesitas y sillas tan características, la decoración de cada fachada cuidada
al máximo y esos rincones a los que solo llegas a pie dispuesto a dejarte
sorprender. Los candados del amor podían aparecer en cualquier parte, aunque
era tradición colgarlos en uno de los puentes y finalmente fueron retirados,
parisinos y turistas van colgándolos en los lugares más insospechados.
Nos topamos con ese candado
paseando por el barrio de Montmartre, aquel que acogió a tantos artistas que
llegaron a París sin recursos en busca de inspiración y sueños. A nuestra
llegada, la Basilique du Sacre Coeur (La Basílica del Sagrado Corazón) nos
saludaba desde lo alto de una colina y parecía susurrarnos el camino hacia la
plaza donde los pintores dan rienda suelta a su talento. Y, así, poco a poco
fuimos descansando en rincones pintorescos, andando por sus calles siempre
embriagados por el olor a dulce y salado, encontrándonos pasacalles y música así
como flores y exquisitas y coquetas decoraciones. Y, bajando por la zona norte
de la ciudad, fuimos inmortalizando nuestra visita junto al Moulin Rouge, los
Almacenes Lafayette, la Ópera Nacional, y por sorpresa también con la Iglesia
de San Eustaquio que me gustó especialmente por el entorno en el que se
encontraba, llena de parques y jardines.
Y el día continuó respirando
historia, para luego terminar saboreando algún que otro plato típico parisino,
mientras admirábamos en todo momento la arquitectura de las fachadas,
culminadas en pequeñas ventanas y techos redondeados.
“Sobre todo las parejas de
enamorados no os podéis perder el atardecer desde los puentes del Sena”, nos
dijo la guía. Fue durante un tour que hicimos el segundo día y que, a lo largo
de tres horas, nos llevó por las orillas del Sena desde Notre Dame hasta el
Louvre, haciendo parada en Pont-Neuf (Puente Nuevo) y en el monumento a Enrique
IV, el Buen Rey. Cada parada era una cita
ineludible con la historia, como la de la catedral donde vivió el entrañable jorobado
creado por Disney, levantada por el pueblo parisino a lo largo de doscientos
años a cambio de ganar un sitio en el cielo.
Y para muestra de monumentos
históricos, ninguno como el antiguo palacio y actual museo del Louvre, donde
monarquía y república conviven reflejadas en sus ochocientos años de historia. Hogar de
la Gioconda, existe tanto arte entre sus paredes que, según nos contó nuestra
guía, tardaríamos cuatro meses, sin dormir, en ver toda la colección de arte si nos
detuviéramos un minuto a admirar cada obra.
Al terminar el recorrido y cuando
ya nuestra mente se centraba en qué íbamos a comer para recargar energía y
seguir nuestro periplo, parte de un edificio que asomaba al final de una calle,
no muy lejos de Place de la Concorde (Plaza de la Concordia) llamó nuestra
atención. Decidimos acercarnos para ver qué era, y, para nuestra sorpresa dimos
con L´Église de la Madeleine (Iglesia de la Magdalena). El impresionante
templo, nos dejó uno de los mejores recuerdos de aquellos tres días bañados de
casuales e intensos encuentros con la arquitectura parisina.
Y para terminar la
jornada turística, nada como el naranja y el azul del atardecer desde Pont-Neuf,
tal y como nos había aconsejado nuestra guía, y la vista nocturna de la Torre
Eiffiel desde el barrio Trocadero.
Para el final dejamos dos de los
símbolos de la capital francesa, Arc de Triomphe (El Arco del Triunfo) ideado
por Napoleón para rendir honor a sus tropas y que tuvieran un gran lugar por el
que pasar al regresar de sus duras batallas y la Tour Eiffiel (La Torre
Eiffiel), que se construyó para una exposición y finalmente se quedó en la ciudad para horror de los parisinos, el caso es que acabó
siendo, y es, uno de los mayores atractivos de París. Prácticamente allá donde miráramos allí estaba
ella saludándonos desde la distancia.
Los picnics en los alrededores del
Louvre, en el césped frente a la Torre Eiffiel, sobre algún puente o en la misma orilla del
Sena fueron protagonizando cada almuerzo como parte de nuestro afortunado
encuentro con la capital francesa. El silencio de las aguas del río, ver a
tantas personas tomarse un ratito de paz bajo la sombra de su historia y
admirar el paisaje y cuanto monumento se levantaba frente a nosotros, mientras que nuestros pies
descalzos descansaban y respiraban el aire parisino, nos llenó los pulmones de
grandes sensaciones que dibujaron en nuestras conversaciones una y otra vez la
promesa de volver a experimentarlas en el futuro.
Y cada noche al llegar a casa, mi
amiga hacía que olvidáramos el cansancio del día. No paraba de decirnos que
había sido un honor recibirnos en su casa, mientras yo solo alcanzaba a mirarla
sin creerme aún la suerte que había tenido al conocerla. Bendito destino. Benditas
casualidades.
PD_ Agathe, ojalá los exámenes te hubiesen permitido tener más tiempo para disfrutar París junto a nosotros. Ya sabes que te esperamos en España para devolverte toda esa generosidad. Gracias por ser la luz en la ciudad del amor.